sábado, 2 de octubre de 2010

OCTUBRE, DE NUEVO EN CASA


Octubre. Ya estamos todos de vuelta. Dejamos atrás el verano que en un suspiro se ha vuelto pasado. Los días han comenzado a sucederse uno tras otro, ligeramente encorvados, y encaminan sus pasos silentes hacia el anochecer del año; han envejecido los días de repente. Sin darse cuenta, se acercan inexorablemente a un nuevo tiempo que llegará de la mano de los hielos y de los vientos; que dejará desnudos los árboles y yermos los campos; que arrancará los veridazules reflejos a las olas del mar. Arrastrará hasta las profundidades del océano los castillos dorados de arena, y las caracolas, que un día entre las risas y los gritos bulliciosos de los niños, reinaron en ellos.

Los pájaros de mi barrio no se dan por aludidos. Ellos, ajenos a todo este trajín del cronómetro implacable de la Eternidad, siguen a los suyo, que no es otra cosa que el saludo alegre cuando despunta el día; el jolgorio estridente y un poco enloquecido en el atardecer, que siempre me hace pensar que se lo están pasando en grande. Dice un vecino, que debe ser entendido en estas cosas de la naturaleza urbana, que tenemos plumíferos visitantes, más bien oKupas, venidos de otras latitudes nacionales. Vamos, que se nos colado por el morro en este Madrid donde parecen hacerse un hueco todas variantes posibles de humanidades errantes, especies de pájaros de exóticos colores, de tamaños y formas desconocidas en esta gran urbe. Los gorriones, esos pájaros diminutos, de sobrio de color y fortaleza de titanes, que llevan paseando nuestras aceras y habitando nuestros árboles desde tiempos remotos, supongo que deben contemplar con estupor a los nuevos, a los recién llegados. Me pregunto como se repartirán en esta familia de altos vuelos, cada vez más mestiza, el sustento siempre escaso, porque también para ellos, imagino, las habas son contadas. Entiéndase que contados deben ser los gusanos, lombrices, semillas, y demás viandas ornitológicas. Los imagino, buscándose la vida, como hacemos todos, como puedan. Empleándose a fondo en la defensa de su nicho ecológico, batiéndose el cobre como Dios les de a entender. Ciertamente, los mensajes de Dios a los gorriones den ser bastante frecuentes y sobre todo eficaces, porque ahí siguen desde siempre, desde que tenemos memoria, vestidos con la sobriedad que engalana su austera belleza, resistiendo con confiada y alegre despreocupación los abrasadores soles y amaneceres gélidos de este Madrid tan extremo en esto de las temperaturas, y tan orgullosamente radical en otras cosas.

Por lo que a mi respecta, el tiempo parece urgirme, meterme prisa. Impaciente comienzo a pensar que va siendo hora de guardar las camisetas de tirantes, las sandalias y la ropa ligera con la me he vestido en los últimos meses, y de recuperar de los armarios todas aquellas prendas que guardé no hace tanto. Cuando lo pienso detenidamente, elimino de mi decisión bufandas, ropa gruesa de abrigo, botas, cálidos calcetines, guantes, zapatos cerrados etc, porque los veintitantos grados de los que aún disfrutamos resultan letales para mi intención. Son las bromas a que ya nos tiene acostumbrados, San Miguel, el del veranillo, que cumple divertido la encomienda que Dios le tiene asignada lanzando sobre la ciudad sus calurosos dardos, y más parece que nos adentremos en junio que octubre.

Afanada en mi tarea, me meto de lleno en el trasiego de armarios y de cajones, y me lanzo con decisión y perseverancia encomiables al rescate de lo guardado con la llegada de la primavera; emocionada con el reestreno de estrenar lo estrenado varios inviernos atrás, y con renovado optimismo, me dispongo a vestirme para la ocasión y darle la bienvenida al otoño. Es un nuevo comienzo. Un punto y aparte. Meditados proyectos y sobre todo renovadas esperanzas empujan con fuerza para nacer, por abrirse paso entre lo cotidiano, lo vivido y lo ya sabido. Aún se mecerán mis voluntades durante algún tiempo, en los brazos cálidos de atardeceres cada vez más tempraneros, enredados entre los flecos livianos y algo ajados ya, de este último verano al que le digo adiós sin un ápice de nostalgia.

Mientras tanto, apuro las páginas finales del libro que me traigo entre manos. Es la última historia que he puesto en mi vida para pasearme por una realidad que ya es mía siendo de nadie. Es lo bueno que tienen las historias contadas y escritas, que cotilleamos en vidas ajenas sin que a nadie moleste, ni siquiera a nosotros mismos. Los personajes, protagonistas de esos mundos imaginarios hechos de carne inmortal, al contrario, viven ansiando el tacto de nuestros dedos sobre el papel inerte. Nuestras manos, ellos lo saben bien, son las depositarias de la sabia mágica sin la que solo son tinta negra sobre blanco, ecos mudos, voces silentes; aguardan impacientes la mirada de nuestros ojos, la impresión en nuestras neuronas de sus vitales aconteceres, y nosotros, nosotros sonreímos con sus ocurrencias, y nos dolemos de sus tristezas, asistimos con estupor a su violencia y a su crueldad, y nos enamoramos de sus ojos y de sus palabras, prendidos de sus vidas, enganchados a sus almas nacidas del sueño de su autor. Nos vestimos de ellos por un rato, y ellos, descansan, por fin plácidos, sabiendo que ya son nuestros para siempre.

Cuando llego a las postrimerías de la historia escrita, como ahora me sucede con “Mercado de Espejismos”, divertidísimo y desconcertante trabajo literario del maravilloso escritor gaditano, Felipe Benítez Reyes, y apuro los últimos reglones del texto en los que los personajes encuentran finalmente su destino, se que el círculo se cierra mágicamente, y todos ellos, con cada lector que les preste sus sentidos, comenzarán de nuevo su existencia girando en una eterna rueda del tiempo para renacer después de haber muerto y de haber nacido.

Con la escritura de los dioses creadores de mundos imaginarios, he paseado este verano de la mano de un pícaro de nuestra España del S. XVI, he vivido el terror de las víctimas de un de un psicópata sueco que vive en un mundo que es el mío; me he divertido muchísimo acompañando en sus andanzas a joven y promiscuo escribano en la ciudad de Aviñón, en el S. XIV; he redescubierto, en una estupenda novela de mi admiradísimo D. Benito Pérez Galdós, personajes inocentes y miserables, tiernos y astutos, que jalonan una España de la que aún, para bien o para mal, o para ambas cosas, sigue quedando lo mejor y también lo peor. Un país trufado de perdedores en el último segundo de sus vidas de celofán; de victimas indefensas de la envidia y de la codicia, donde los que transitan por los atajos polvorientos que conducen al poder, vestidos de bandoleros con chaquetas de pana o diseños de Versace nos están dejando
en paños menores y en alpargatas. Mientras tanto esta nación todavía galdosiana se chuta televisivas sobredosis de rubias de bote y digiere sin rechistar las ruedas de molino que sea menester.

Octubre. Un año ha pasado, prácticamente, desde que levante esta casa, enmipropionombre, de ventanas abiertas y rincones privados, cuyos pilares no son otra cosa que la idea hecha palabra. Nunca pensé que lo pasaría tan bien recorriendo sus largos pasillos y las miradas de las que apenas soy consciente. Cumplimos un año, mi casa y yo, y ya comienza a tener el color con el que la imaginé. Se ha vuelto con el tiempo calentita y amable, y cuando cruzo su puerta, y desde sus ventanas me asomo al mundo que me rodea, siento algo parecido a cuando siendo una niña muy pequeña, ponía mis pies en una banqueta y me alzaba sobre el ventanal de la casa de mis padres, para mirar curiosa la calle donde casi nunca ocurría nada distinto de lo que había ocurrido el día anterior, y sin embargo, solo el hecho de asomar mis ojos al espacio exterior me llenaba de una emoción inexplicable. Se trataba entonces, como ahora, no solo de ver sino mirar; no solo de oír, sino de escuchar. No solo de salir, sino de emerger y mostrarse.

No solo de perderse, sino encontrarse.