lunes, 20 de agosto de 2012

EL CARACOL AVENTURERO

Hace unos días, llegada la tórrida noche en este inclemente mes de Agosto en Madrid, cuando me disponía a regar las macetas de la terraza, me encontré con él. Pegadito a la pared de un tiesto plantado con cebollino, el caracol se ocultaba en su concha, adherido y silente, sin decir esta boca es mía, o lo que es lo mismo para los caracoles, ocultando sus blandas antenitas y su escurridizo cuerpo, dentro de su caparazón. Después de muchas horas al sol, sumergido en la calorina estival, parecía reseco y sin vida.

Con mucho cuidado y preparada para encontrarme dentro de su concha un espacio vacío, el receptáculo de una especie de mojama de caracol, con un movimiento rápido de mis dedos despegué de la maceta aquello que no parecía otra cosa que el cadáver estival de un desgraciado molusco gasterópodo. Bajo una especie de pegamento blanquecino y reseco, que se desprendía a trocitos con un toque ligero de mi uña, se encontraba agazapado el nuevo habitante de mi terraza. Le di un par de toquecitos suaves con el dedo, e inmediatamente aquella masa blandita y grisácea se estremeció, encogiéndose todavía más. Estaba vivo, eso estaba claro. No podía, sin embargo, asegurar que no estuviera también moribundo, a punto de palmarla, victima de la sed y del hambre. Entre los escasos conocimientos que poseo de casi todas las cosas, no forma parte, desde luego, los secretos vitales de los caracoles, ni sus andanzas, ni poseo información alguna del trasiego que se traen en el afán de buscarse la vida. Así que, llevada solo de la intuición, lo primero que hice fue, respetando la maceta que el mismo había elegido como lugar de residencia, poner la concha sobre una gigantesca y fresquita hoja de lechuga que saqué del frigorífico. A continuación solté sobre él un vaso de agua, salpicándole con mis dedos, a modo de ducha o si se quiere de chaparrón, para indicarle que la chicharrera que amenazaba con finiquitar su existencia había terminado.
El caracol, se tomó su tiempo y yo, aguardé esperanzada, a ver si las medidas de primeros auxilio que con él había tomado, le daban vidilla, un poco de optimismo, y se animaba a salir de su escondrijo donde, era evidente, que lo debía estar pasando canutas. Después unos minutos, y ante mi feliz pasmo, la concha comenzó a moverse ligeramente, y desde sus entrañas comenzó a asomar con cautela un precioso caracol, que estiraba unas antenas estupendas y precisas, que se movían oscilantes, mientras avanzaba dejando la viscosa huella de su deslizamiento por la lechuga que formaba parte ya, de un improvisado y confortable hábitat para el inesperado visitante de mi terraza.

Desde esa noche, todas las noches, antes de irme a la cama, me paso a hacerle una visita a mi aventurero caracol. En la maceta en la que sigue instalado le suministro su ración verde de alimento. Riego en abundancia el cebollino que le cubre como un firmamento irisado de verdes líneas y dejo que la bendita agua empape la tierra por la que pasea su palmito cuando le viene en gana. Me gusta verle, vivo, latiendo, existiendo. Vulnerable, frágil y un poco torpón, arrastra su cuerpecillo diminuto y extiende sus antenas curioseando el mundo de cebollino y raíces, que le rodea, no sabe, ni falta que le hace, que en este mes de Agosto, pese a que su casa de concha todas las noches desde hace unos días se empape de agua fresca, no ha caído en Madrid ni una sola gota del cielo; tampoco sabe que la lechuga de dulce clorofila que alimenta sus entrañas, ha viajado centenares de kilómetros hasta llegar a su maceta. El, sigue a lo suyo, centrado en sus quehaceres de caracol, que no es otra cosa que mantenerse con vida, que ya es bastante. Toda una lección de resistencia en los tiempos que corren.

Hoy, no estaba en su tiesto de cebollino. Le he buscado en las macetas del alrededor, y en las paredes de la terraza bajo la luz tenue de la luna, en este noche calurosísima de verano y no le he encontrado. Sobre la tierra se encontraba, ajada y reseca la hoja de lechuga que le puse la noche anterior.

Se ha marchado.

De la misma manera, misteriosa y sorpresiva que apareció nuestro visitante, ha desaparecido. Nos ha dejado. Es lo que tiene estar vivo, que si eres caracol, la vida te empuja a seguir siéndolo hasta la muerte. No puedo dejar de preguntarme recordando su premioso y lento avance con la concha a cuestas, como es posible que haya recorrido la descomunal distancia que le separaba desde su maceta a casi cualquier sitio y me hago idea del esfuerzo titánico que le ha impulsado a deslizarse por la aventura de busca otros mundos donde encontrar nuevos firmamentos, seguramente, (estos si) de lunas y estrellas, aun a riesgo de morir achicharrado sobre una superficie inclemente y seca, sin horizontes verdes y a expensas de recibir el picotazo mortal de una paloma hambrienta o ser víctima del zarpazo de un gato juguetón y avieso; o quizá, a sucumbir aplastado bajo la suela de un zapato que dibujaba la prisa del hombre en un paso a ninguna parte.

Me voy a la cama, compuesta y con la lechuga en la mano, que me he comido a bocaditos, un poco triste pensando que se ha ido sin despedirse. Imagino a mi caracol desplegando libre sus antenas dirigidas al infinito, y confío en que su estancia en la maceta de mi terraza le haya servido para tomar fuerzas y renovar su camino con destino a la próxima estación de la vida a la que se dirige. Durante los días que habitó mi terraza la vida inesperada hizo de las suyas, llegó sin pedir permiso y se fue de igual forma, sin atender a razones, sin otro compromiso que no fuera columpiarse en el tiempo y navegar por las estrellas. Espero haber sido para mi caracol aventurero una buena anfitriona, y que, en mi casa y con mis atenciones se haya sentido como en la suya propia. Al fin y al cabo, la misma bóveda del Universo nos acoge y el mismo misterio palpitante nos habita fraterlamente en el Cosmos.