Moribundo… dicen que está a punto de dejar esta vida. El cáncer se le llevará, mas pronto que tarde, de este mundo envilecido con su existencia.
Oficia de asesino aficionado a la tortura. Sádico y cruel jamás se arrepintió del sufrimiento indescriptible infligido a las que fueron sus victimas: tres jóvenes cuyos cuerpos saltaron por los aires, destrozados por la bomba salida de sus manos; otros, sufrieron heridas terribles y gravísimas secuelas físicas y sicológicas fruto de sus acciones homicidas.
Esto… no es todo.
Sádico. Sepultó en un zulo bajo tierra, en una ratonera inmunda, durante un tiempo infinito de hambre, de soledad y de oscuridad, a un hombre. Le condenó al terror de esperar la muerte como única liberación de su tortura, mientras él jugaba a las cartas entre risas con los alacranes, y alimentaba a sus perros guardianes, sobre el mismo suelo bajo el cual, enterrado en vida, su víctima sufría el calvario de la agonía. Fueron quinientos treinta dos días de muerte para Ortega Lara, con todas sus horas, sus minutos y sus segundos de tristeza y de dolor que, como cuchillas afiladas despedazaron su cuerpo y desgarraron su alma. El preso canceroso, siempre estuvo dispuesto a dejarle morir bajo la fría tierra, negándose a confesar donde tenía secuestrada a su víctima.
Esto… no es todo.
Cobarde. El moribundo es un cobarde. La muerte ha tocado a su puerta y no tiene el coraje de invitarla a su mesa. No quiere el gudari de plastilina estar solo cuando se le cuele la parca hasta la cocina y le arranque de un seco zarpazo el último latido de su corazón. Dice, que tiene derecho a morir con dignidad, y con los suyos. Como si la dignidad fuera cosa que pudiera ofrecerse o regalarse; como si fuese posible comprarla, robarla o negociarla …No sabe que la dignidad es un atributo de las personas humanas, solo de ellas, que no está al alcance de los virus ni de las bacterias.
Esto… no es todo.
Estúpido. Es un estúpido. Anhela la libertad y no ha comprendido que fuera ya no le espera nada. Nada bueno, ni limpio. Ninguna esperanza. Se le acaba el tiempo precioso del arrepentimiento y la ciega alimaña que alimenta en sus entrañas sigue devorando con tenacidad lo que le pudiera quedarle de la naturaleza humana del niño que fue. Dejará este mundo habitando el alma de un asesino.
Esto… no es todo.
Sucio. Es, el hombre degradado, ejemplo de residuo que la naturaleza humana excreta de tiempo en tiempo, en todas las sociedades, y desde los albores de la Humanidad. El moribundo es imagen de lo peor de nosotros mismos. Sus ojos de impiedad escrutadores desde su ventana, dan miedo. Nos recuerdan sin otro remedio a lo que en nosotros pervive del cerebro reptiliano; lo que de monstruos guardamos en nuestra esencia, del insecto indiferente, cuando el ser humano se convierte en un animal homicida, impasible, insensible, inmisericorde.
Conocemos la inmundicia de su pensamiento, convertido en punzante puñal desgarrador de sus presas. Reconocemos sus estrategias guiadas por la muerte, depredadoras de la libertad. Tenemos miedo de sus ansias insaciables de matar, del frío contumaz de su mirada inclemente.
No soy del todo justa cuando cito en el símil el orbe de seres inocentes. Carece, el asesino, que dice morirse, de la belleza de la cobra y de la mariposa, de la libre y perfecta ingenuidad de la Naturaleza. El asesino ha elegido, convertido en alimaña, hacerse depositario de una amoralidad que en el orden natural es radical pureza, y que en los seres humanos, no es otra cosa que perversa y deleznable culpabilidad.
No le menciono. No merece ni el nombre que lleva.
El es, la imagen moribunda de nuestra vergüenza; el forúnculo social y moral, que ha crecido entre nosotros, expandiendo su hediondo veneno, anegando de ira y de tristeza nuestros corazones.
El es, el espejo donde nos encontramos con nuestra debilidad y nuestra cobardía colectiva. Cuando cruce la calle de la libertad le quedarán a asesino desahuciado, sobradas fuerzas para reírse de nuestro fracaso, para bromear con los chacales y sus hembras, recordando los viejos tiempos en los que se relamían pensando en la proximidad de la muerte de su víctima enterrada en el zulo, sollozando atrapada en las garras del hambre y de la sed.
La bestia dicen que agoniza, ¡Que más da¡ ¡Que más nos da, si el cáncer se le lleva más pronto que más tarde¡
No queremos para nosotros ni su detestable vida ni su maldita muerte. Queríamos ser libres en una sociedad de hombres justos. Eso, ya no será posible. No hemos sido capaces, ni valientes. Nos ha faltado fe para defender lo trascendental, lo valioso, que no es la muerte irrelevante de su existencia execrable y maloliente, sino la dignidad de nuestra propia vida y el futuro de los nuestros en libertad. Hemos dejado de ser ciudadanos, para se solo habitantes de una nación despedazada, en la que las víctimas lloran amargamente, en esta aciaga noche, la cobarde traición de los que creyeron ser los suyos. Aquellos, en los que buscaron el consuelo y la solidaridad. Aquellos a los que demandaron memoria, dignidad y justicia. Sufren, las victimas la deslealtad y la ingratitud de aquellos, que se lo debíamos todo.
El asesino moribundo arrancó a dentelladas su vida y destrozó su alma, y nosotros, pobres de nosotros, indolentes y pusilánimes, nos hemos dejado en el camino estéril de nuestro pretendido recorrido democrático, la esperanza de ser algo más que estómagos agradecidos.