Siguen en la plaza, y ya van más de 10 días que los “indignaos” han plantado sus reales en la Puerta de Sol de Madrid. Se lo han montado con modelito a medio camino entre comuna y poblado chabolista, y por la tarde-noche hasta la madrugada es un mix de feria veraniega y botellón urbano, aunque, me dicen que “la organización” no ve con buenos ojos el consumo de bebidas alcohólicas. Con buen criterio han debido considerar que podría resultar un pelín desagradable el acumulo de potas pestilentes, al uso de lo que nos tienen acostumbrados en otros lugares de ocio joven y popular, que dejan los portales, aceras y demás lugares donde los vulgares ciudadanos transitamos para ir a nuestras casas o a nuestros curros, o a la oficina del paro, que no hay quien donde poner los pies sin recibir por los sentidos, el olfativo sobre todo, las miasmas efervescentes y estomacales de los jóvenes que deciden ponerse primero ciegos y luego bizcos de vomiteras, meadas y hasta cagadas, con perdón, en la vía pública por no hablar de los residuos de latex impregnados de fluidos corporales que como setas crecen los fines de semana en nuestras aceras en la madrugada. Pero vamos a lo de la sentada, más bien acampada, mayoritariamente juvenil de la Puerta del Sol.
Yo me había propuesto no tocar el tema, sobre todo porque lo de las acampadas no va conmigo, ni siquiera las montañeras tan saludables, dicen, desde todo punto de vista. Pero el rollo campestre no va conmigo, que le vamos a hacer. Soy una vulgar urbanita, hija del asfalto y usuaria de la polución atmosférica, y el oxigeno en demasía, me da mareo. Me produce algo así como el mal de altura que dicen las gentes del Altiplano, y me quedo pálida y con mal cuerpo, al tiempo que mi cara adquiere el tono nada favorecedor color de acelga. No es que no me guste la Naturaleza, no.
Adoro la vida en el mundo de los animales y de las plantas, y no puedo ver un esqueje de geranio sobre la acera caído de alguna terraza sin conmoverme con su desvalimiento y llevármelo a casa para darle una nueva oportunidad de futuro en alguno de mis tiestos. Por otro lado, a lo largo de mi vida he convivido en casa con, al menos un gato, lo que constituye un espectáculo privilegiado. Toda la fuerza de los mundos salvajes se oculta en las pupilas de los ojos de un gato, plenos de magia y de misterio. También he tenido perros desde casi el primer momento que me emancipe, de eso hace ya muchos años, porque a diferencia de lo que sucede hoy, tenía poco mas de dos décadas de vida cuando ya me la gestionaba con absoluta independencia del nido materno. Mis perritas, para ser mas exacta, me han permitido comprender la grandeza de la gratuidad del amor. Si, ya se que parece excesivo hablar de amor cuando nos referimos a animales, pero no se me ocurre otra palabra que mejor describa la gratuidad del afecto desbordante e inocente que el dueño de un perro recibe de su compañero peludo a cambio de casi nada. Ahora también recuerdo a mi pajarito Merlín, cojo de una pata durante años, al que le construimos una especial plataforma para que descansara de la fatigosa tarea de mantenerse sobre su única patita; mi humilde canario que me saludaba insistente y cantarín cada vez que me acercaba a su jaula para saludarle y decirle las cuatro tonterías que le encantaban, o cuando le limpiaba puntualmente su jaula, y renovaba el alpiste y poniéndole alguna chuche especial para pajaritos, de suculenta miel aderezada con deliciosas semillas. Mi canario cantor de mil músicas, que alzaba su voz de pío pío sin pudor alguno, unas veces barítono y otras tenor, por encima de las voces humanas, sobre todo las que emanaban de la TV como un tóston, lanzándonos a todos su mensaje inescrutable y feliz desde su jaula, como si de un púlpito se tratara.
Si, adoro el mundo natural.
Los paisajes marinos o de montañas rocosas, se me meten en el alma, y ahí se quedan, prendidos de mi y yo de ellos, y se que algún día les pertenecí, hace ya algunos milenios. Y, cuando me pasmo ante su imponente grandeza, algunas de mis neuronas se estremecen con el recuerdo que pernocta en la lenta e imparable evolución de la que formo parte y un escalofrío de terror me devuelve al tuétano mismo de la vida de mis antepasados y puedo imaginar como si los viera mismamente, que le arrancan a la Naturaleza, a fuerza de mordiscos y curiosidad, la supervivencia de mi especie. Si, la Naturaleza está ahí mas presente para mi, cuanto más ausente del asfalto que piso diariamente. A cambio, me queda la otra, su hija pequeña y delicada; la de las flores multicolores de las rosaledas, de las fuentes cantarinas; de las islas ajardinadas entre los semáforos, de los parques amables y frescos, en los que juegan los niños y se recuesta la vejez al sol, mirando como corretea una ardilla que acaba de saltar sorpresiva y llevada de alguna urgencia, en ese árbol que habita el Parque del Retiro. Ríos de naturaleza verde y frondosa serpentean mi amada ciudad, Madrid, donde anidan los gorriones y crecen pensamientos y azaleas, que reciben las caricias diarias de esos hombres vestidos con un mono verde, de rostros curtidos y manos expertas, que alimentan sus raíces y esculpen cuidadosamente los brazos cansados de los árboles preparándolos concienzudamente para que vistan sus mejores galas cada Primavera.
Si, amo la Naturaleza y tengo que confesar que no me gusta nada compartir mi comida con las hormigas ni con las moscas. Que quieren, una es así de milindres. Por si eso fuera poco, me encanta beber el agua bien fría en vaso de cristal fino, a ser posible, y comer en una mesa sobre su mantel con platos de loza o de porcelana. Además, me horroriza dormir a raso. No es porque las estrellas no me fascinen, o que la luna me sea indiferente, no, al contrario. El firmamento salpicado de luces en el firmamento es un espectáculo incomparable que me ayuda a transitar por el camino del silencio nocturno, hasta los rincones mas ocultos del alma y del recuerdo. En cuanto al sueño, no hay nada para mi como una cama blanda con almohada dúctil y mullida. Para otras cosas, acceder a un baño sin dar demasiados rodeos es condición indispensable que no estoy dispuesta a negociar a ningún precio. Por lo que se refiere a la compañía, tengo que decir que me gusta la gente, pero el olor de las personas con las que se roza mi piel prefiero elegirlo, a lo que debo añadir que la intimidad de la madrugada necesito tenerla a salvo de desconocidos, por si se me escapa del alma algún secreto. En fin, así las cosas, es fácil comprender porque no soy amiga de las acampadas ni “naturales” ni, muchísimo menos urbanas