miércoles, 9 de enero de 2013

AÑO DOS MIL TRECE … QUE PASE Y QUE SE QUEDE.


Hemos estrenado año. Dos mil trece nos contempla con carita de niño. Cuando el día de hoy finalice habrá cumplido, apenas, nueve días.

Me despedí de dos mil doce, con gratitud y un poco cansada. No ha sido el año pasado un tiempo de vivir sencillo. La incertidumbre ha caído como una lluvia de polvo fino y reseco sobre nuestras cabezas, y por momentos, nos ha impedido ver donde nos encontrábamos y sobre todo, nos ha escondido el rostro del futuro que anhelamos. Verdaderamente, deberíamos estar preparados para aceptar la contingencia de nuestra existencia de mejor modo, con más solvencia. Vivir, se quiera o no,  es en gran medida, viajar a lomos de la duda, sobrevolar los mundos ignotos de lo posible (solo posible) y, finalmente, descansar sobre la única auténtica certeza, al final del camino, iniciando la aventura de la Eternidad.

Estamos hechos de las frágiles pajitas que se le escapan a la Historia,  y sin venir a cuento y sin pedirle cuentas a nadie, nacemos y nos quedamos; paseamos por la existencia olvidando que cualquier leve brisa nos lanzará desvalidos, a mundos desconocidos, en los que nos sentiremos pequeños y extraños, por un tiempo, hasta que haya algo o alguien que nos haga participes de su propia existencia. Así crecemos y envejecemos, llenando de infinitos instantes la biología de nuestros músculos y huesos, ignorantes de que no son otra cosa que los incesantes pasos  hacia el final de nuestro Destino.

Quizá deberíamos saborear la consciencia de cuando aquí somos, mientras estamos, con más detenimiento. El otro día, bajo el hermoso cielo azul escarchado de invierno, que viste Madrid con sus mejores galas, estábamos mi madre y yo, charlando y  mirando la callecita silenciosa que pasa bajo la ventana. Ella llamó mi atención para decirme, que algunos árboles habían comenzado a mostrar incipientes y tiernos brotes en sus ramas. Me lo dijo con una sonrisa incalificable de feliz asombro. Parecía que fue ayer mismo cuando esos mismos árboles habían perdido sus hojas, arrasadas el por viento y sin vigor  para tenerse en pie, a fuerza de estar vividas y agostadas.  No hay tregua en la Naturaleza, ni freno ni control. Es un caballo desbocado en carrera siempre adelante, y sin embargo, de galope preciso y poderoso, incansable e indomable. Por eso, cuando parece que la vida se muere tiene la osadía de mostrarse renacida, en cualquier tiempo, para dejarnos siempre  pasmados ante su silenciosa grandeza. Se sucede a si misma, y pasa, sin que casi nos demos cuenta, del balbuceo de las primeras palabras, a la lectura de las palabras primeras, y de aquí, al primer beso, y del beso enamorado, a la primera cana, y de la cana a ese cansancio difuso y persistente en las piernas, y después, a las noches mecidas por los recuerdos, de las sonrisas prendidas del temblor de las manos, y … de las noches sin sueño a las lagrimas de nostalgia por aquello que deseamos y que ya nunca podrá ser nuestro. 

Vivimos, quizá, demasiado deprisa, sin darnos tiempo, sin volver la vista a todo aquello que merece nuestra mirada. Dejamos en manos de los artefactos las cosas del alma, y claro, sucede que los pobres artilugios inanimados no saben que hacer con nuestras atenciones y nuestros desvelos. Ellos no nos responden. No pueden. Al contrario que la Naturaleza, siempre guardan silencio. El silencio de lo inerte, de lo que de verdad está muerto. 

El tiempo corre que se las pela. También por nuestro torrente sanguíneo discurre veloz.  Con cada bocanada de aire que inunda nuestros pulmones se aloja en nuestra piel, y en nuestros labios, y nosotros, ignorantes e inconscientes, demasiadas veces, nos bebemos la vida a grandes tragos, sin que podamos decir a qué sabe siquiera. 

Dos mil trece no será una excepción, y no contará con nosotros para hacer de las suyas. Pasará por nuestras vidas, sumando tiempos que colocar en la columna del debe, y hoy, cuando le contemplo con apenas unos días, se que si Dios lo quiere, le veré cansado y sin resuello, dejando paso al hijo del tiempo que le suceda, que vendrá como ha venido él, empujando y luchando a brazo partido por instalarse en la existencia que nos pertenece a cada uno de nosotros. 

Le doy la bienvenida a este año que termina en 13, como el día de mi nacimiento. Me gustaría vivirlo intensamente, serenamente y sin prisas. Sin perderme los instantes con los que el alma se alimenta y crece: las gotas de música que riegan los sueños, las palabras escritas que tejen las historias de los personajes de los cuentos que aun amo, las imágenes ocultas que nacen cuando yo las encuentro y las hago mías para siempre en una sencilla fotografía … las risas de las niñas jugando como duendes felices con la brisa … la miradas de los míos … la sonrisa anciana de mi madre … el afecto de los amigos entrañables y leales, y el amor de mi vida cuyo lenguaje solo yo conozco.

Son muchas las cosas que se que me aguardan, todas ellas hoy están ocultas tras el velo del azar o del destino, llámese como se quiera. Se, que en el misterio que esconden pudiera encontrarse agazapado el dolor, el sufrimiento, dispuesto a cruzarse en el camino que recorro y que, si eso sucede, me hará tambalearme, y, quizá, si eso sucede,  me sienta extraviada y confusa, como si el camino se hubiera escapado de mis pasos dejándome la ruta a seguir en el vacío. Confío, si eso sucede, en que el Espíritu de Dios salga a mi encuentro y recoja cada una de mis lagrimas, y me ofrezca una esperanza para reanudar el camino. Si eso sucede. 

Son tantas las cosas que me aguardan, que entre todas ellas, se que se encuentran cantarines pájaros que pregonan a los cuatro vientos, infinitos motivos para sentirme feliz y agradecida. Así me encuentra el nuevo año que ha tocado a la puerta de todos hace ya nueve días. 

Dos  mil trece, le abriré la puerta de mi vida, de par en par. Que pase y que se quede, que tenemos muchas cosas que decirnos antes de que llegue la hora de nuestra despedida.