Marzo llega con un frío que pela y, sin embargo, veo con sorpresa que el almendro del parque ha florecido. Diminutos destellos rosáceos cuelgan de sus ramas, aquellas que, no hace ni un suspiro, me parecían esqueletos silenciosos y dolientes, aguantando impasibles y resignados, los vientos helados del Invierno en Madrid. Me pregunto, qué será de sus flores indefensas si, como todo parece, el frío no nos deja aún, y se queda con nosotros un poco más, haciendo de las suyas y helándonos el aliento. El Invierno, envejecido, aún arrecia, todavía quiere hacerse notar, y aunque las horas del día parecen hacerse de chicle y estirarse y las mañanas hace días que son madrugadoras de luz, los aires gélidos golpean el camino que recorro hasta el metro cada mañana, y me obligan a enfundarme las manos dentro de los guantes, que odio. Cuando paso al lado del almendro y le veo tierno y brotado, vestidito de primavera, no puedo dejar de pensar en lo imprudente que ha sido, tan impaciente por estrenar su mejor atuendo de domingo.
Quizá la ardilla, que vive en el parque, y corretea vigilante de los nuevos habitantes en los nidos y demás aconteceres en sus dominios, le habrá advertido al intrépido, que aún es temprano y que, en lo más alto, la nubes no tienen la cara de agua, sino de nieve, y que, los fríos azules le helarán su alma recién florecida, sin haber dado tiempo a que los gorriones celebren la llegada de la Primavera en sus ramas, como les es merecido.
Y yo, me pregunto a mi misma, si al almendro, le habrá valido la pena la aventura de ser el pionero a toda costa, en este momento tan frío que vivimos. Aventurarse a tumba abierta por el tobogán de la existencia, sin miramientos ni remilgos, llevado del deseo de florecer y de habitar la fantasía de ser, el elegido. Desafiar los hirientes látigos del Invierno, el helado fuego abrasador de los silencios que moran en el parque desnudo. Y me contesta que si, firme y risueño. Que todo ha valido, no la pena, sino la gloria, de ser el primero en entregarse a los brazos de la fuerza vital que fecunda el tiempo; me susurra al oído que el astro, le ha prometido un beso. No un beso cualquiera, caído de la boca seca, a tontas y a locas. No. Un beso a conciencia; suspendido en el aire, con los ojos entornados y el alma abierta. Un beso, forjado al calor de una caricia, que sabe a luna y a miel. Un beso, blanco como las olas cuando se hacen espuma; bañado, en un manantial de rocíos y de misterios.
Un fuerte viento ha soplado la noche pasada en Madrid. Hace frío, mucho frío. En el portal, me he vuelto a casa a por el paraguas, está lloviendo a cántaros. Acelero mis pasos y travieso con prisa el bosquecillo del parque; atajo por el sendero, intentando llegar a la boca del metro antes de que la lluvia gélida y persistente me cale hasta los huesos.
Le veo a lo lejos, como es él, pequeño y redondo, aislado entre los pinos poderosos y tristes que no le conocen. Habitante extranjero del parque, le dicen, mientras miran al suelo. Me acerco. Contemplo temerosa como es zarandeado violentamente por el aire y agita sus ramas en un movimiento seco y frenético. Docenas de minúsculas florecillas se le arrancan del cuerpo para yacer y morir a los pies de su árbol, tejiendo una puntilla primorosa que alfombra y amortaja el deseo de color rosablanco, en la tierra encharcada.
Me alejo. Se ha quedado detrás de mis pasos el joven almendro, más glamoroso y gentil que jamás le ví; semidesnudo, mirando al cielo. Sin volver la vista, al arbolito tejedor de sueños, dejo, susurrando promesas de vida y de muerte, de ardiente amor, llorando lágrimas de hielo.