miércoles, 3 de abril de 2013

LAS PALABRAS Y LOS LIBROS



Aun recuerdo como aprendí a leer y a escribir. Tendría alrededor de cinco años. Mi abuelo Víctor se encargó de conducir mis dedos hasta la “m” que, curiosamente, no se dibujaba como una letra, sino como un número. El primero de todos ellos. La eme nacía de la unión de tres unos encadenados y unidos por la parte superior, como hombrecitos cogidos de la mano ... Sentada en la mesa de  la cocina, y agarrada al lapicero que tardaba una eternidad en desgastarse y quedarse pequeñito, siempre afilado, lanzaba miradas a la repisa de la ventana donde podía ver la almendra garrapiñada siempre esperándome, dulce y crujiente, como colofón a mi diaria  lección de párvula. La dulce golosina, no era exactamente un premio a mi esfuerzo; más bien lo recuerdo como el regalo cotidiano que formaba  parte de una vida, la mía, que por aquel entonces transcurría casi sin darme cuenta, fluyendo suave y lentamente, como si no fuera de verdad, como si la soñara. La casa, mi casa, abarcaba todos y cada uno de  los universos posibles derritiéndose entre mis firmes y pequeños dientes cuando se afanaban en desmenuzar el placer que guardaba la almendrita disfrazada de azúcar tostado y crujiente.

En mi conciencia de niña no encuentro ni una sola imagen de aquel lejano aprendizaje que generara en mi  malestar alguno, inseguridad o angustia ante la tarea de enfrentarme a la experiencia de aprender a vivir, también,  dando los primeros pasos en la lectura y la escritura.  Poco a poco, de manera casi imperceptible  las palabras escritas construían para mi  aventuras siempre por acabar y mundos interminables, en los que habitaban personajes sin duda alguna posibles y reales, a sabiendas, de que su vida tenía la peculiaridad de existir, únicamente,  cuando se paseaban ante mis pupilas, en cada renglón, en cada párrafo, en cada página. 

El abuelo, falleció poco tiempo después de que enseñara a leer a su nieta. A mí. Se fue con al edad  agostada, con su tiempo vivido, y como el de todos cuando se acaba, nunca suficiente para aquellos  que tendrían una larga vida por delante para echarle de menos. Dejó atrás, muy lejana,  la juventud y la  paternidad recién estrenada, travesadas por una  guerra fraticida. Se marchó, llevándose con él  la sabiduría que da el hambre cuando no termina de matar del todo, y nos dejó la serenidad de los tiempos de paz en los que envejeció dignamente, sin un capricho y sin una necesidad.  Fue en la vida muchas cosas, y ninguna de ellas extraordinaria y sin embargo, absolutamente indispensable y único e inolvidable, para los suyos, que lejos de ser poco es el mejor trofeo ganado a la vida.  Mi abuelo,  nacido como un hombre corriente, crecido de la tierra ardiente de Castilla la Vieja y refrescado en los vinos de la Ribera del Duero, fue un apasionado de las palabras  escritas en los libros, de los diarios de la prensa escueta de aquel entonces y de las ondas radiofónicas que sabían a tarde de domingo y noches clandestinas.  Tenía el gusto de la escritura a pluma preciosista, y en su letra, cuidada y florida,  se dibujaba el alfabeto llenecito de guirnaldas,  y tirabuzones; mayúsculas filigraneras y casquivanas, que saltaban sin tropezarse en faltas de ortografía, siempre ausentes. 

Víctor y su mujer, mi abuela Trinidad, educaron a sus hijos en el amor a la fantasía y a la palabra, sin grandes alharacas y como un divertimento frívolo, alejado de cultismos grandilocuentes y sesudos análisis de contenido. Me cuenta mi madre, que siendo ella muy niña, junto a sus hermanos, escuchaba al calor de la lumbre mientras humeaba el  puchero sobre las trébedes, las historias folletinescas publicadas por entregas en frágiles cuadernillos que narraban crímenes truculentos, amores pasionales, aventuras y desventuras de imaginarios seres, celosos vengadores de afrentas, enamorados galantes y hermosas doncellas. Las noches llegaban acompañadas de la voz de la madre entonando crónicas y relatos cargados de emociones y de sueños, que inundaban de desvelo  a los mayores y amodorraban suavemente a  los hermanos pequeños.

Mi madre, es una de sus hija como digo. Una de las niñas, oidoras de lecturas humeantes con olor a cocido garbancero de escaso condumio, que emanaban cantarinas de la voz de la que fue mi abuela y con la que tuve la inmensa suerte de compartir mi vida adolescente. Mi madre, desde que se me alcanza el recuerdo, desde aquel primer momento en que juntando las letras descubrí el infinito cosmos de las palabras, sembró en mi, pacientemente, su inquebrantable amor por la lectura, y el goce de ser persona también en la escritura. Desde entonces, han pasado por mi todo un mundo inabarcable de personajes e  historias fruto de la creación humana. He viajado por países en los que jamás puse los pies, de la mano de hombres y mujeres buenos y felices, malvados o feroces; He contemplado, curiosa, como se enamoraban y fallecían y como se asesinaban. Como construían sus sueños y derribaban el edificio de sus vidas, cuando la muerte les llamaba. He cerrado los ojos fascinada por la tristeza o presa de estupor, rendida de admiración por el autor, cuando después de llenar mi alma de emoción, he recalado ansiosa en la página cuya ultima palabra era FIN.

El otro día un conocido me preguntaba que tipo de lecturas me suelen interesar. Le conteste con una frase bastante simplona: leo, de todo, aunque con matices. En los libros como en el cine, hay autores, temas y contenidos que, sinceramente, no me interesan. Me acuso de padecer, y lo que es peor, de disfrutar de sesgos y acusadas tendencias. Que le voy a hacer, mi trabajadora consciencia no me da respiro, y se que el tiempo es un bien escaso, por lo que me afano en administrarlo eficientemente, en la medida de lo posible, de manera que no dedico ni medio minuto a aquello que, en mi modestísima opinión, no cumple con los tres requisitos básicos e indispensables para que un libro sea de mi interés.

La primera de las condiciones es, que esté bien escrito. Vivo enamorada del idioma en el que hablo, y en el que escucho, en el que leo y en el que escribo. Es también, el idioma en el me enseñaron a rezar. Cuando me dirijo a  Dios le hablo en Español y El, si algún día llega a contestarme, estoy segura que lo hará en la lengua que aprendí de mis padres. No se trata de hacer un juicio sumarísimo al lenguaje utilizado por el autor, de ninguna manera. Me falta capacidad y formación para ello. No soy filóloga ni critica literaria. Sencillamente, comienzo por la primera frase en la página primera y espero a que las palabras fluyan y se articulen correctamente, armónicamente. Que el texto gramatical se ponga al servicio de la idea, del mensaje y que, se convierta en el vehículo con el que viajaré por decenas de páginas confortablemente, disfrutando del paisaje conceptual que constituye una obra literaria. 

La segunda condición importantísima para mi que debe cumplirse en un texto, es que el tema tenga suficiente enjundia, y esté tratado con el respeto intelectual que merece cualquier lector. En este sentido no soy muy exigente, la verdad. Son pocas las cosas que no me parezcan, a priori, dignas de una mínima atención. Sin embargo, cuando me pongo delante de los mostradores de libros, y doy un vistazo a las publicaciones que exhiben, me veo frecuentemente descartando infinidad de libros. Aquí, es justo reconocerlo, aparecen mis diablillos particulares cada uno con su prejuicio debajo del brazo. Me dejo seducir, convencer y guiar por mis pre-juicios, y me digo, a otro cosa mariposa, o a otro perro con ese hueso… y dejo metiditos en el saco de mi indiferencia, los temas trufados de mensajes ecologetas, batallitas guerracivilescas del abuelito cebolleta gestadas sieeeeemprrre en el bando de los buenos, que mira tu por donde, a mi han parecido en demasiadas ocasiones, los feos y los mas malos; abandono los textos bautizados con el sacrosanto parabién de intelectos eco-pijos, de rojos capitalistas, de progresistas casposos y aburridos, anticlericales arrugados e insipidos, nazifeministas, ideologos de género, igualitaristas liberticidas, y encarnaciones de sexualidades ambiguas … No es que me parezca mal que la gente escriba de desde estas o cualquier otra perspectiva, opinión o circunstancia, es que, sencillamente, mi tiempo es precioso y escaso, y como todo aquello que de mi valoro, intensamente, no está a disposición ni de cualquiera, ni para cualquier cosa.

Por último, espero de mis lecturas, sobre todo, y por encima de cualquier otra consideración, que me enseñen que me emocionen, y que me diviertan. Aquí, verdaderamente se encuentra la parte mollar de la lectura, en mi opinión. Valoro muy especialmente a aquellos autores capaces de hacerme reír con su obra. Al parecer, los textos de humor pertenecen un género  literario menor, segundo orden. Eso he escuchado en alguna ocasión. Una vez mas me declaro incapaz de valorar si esa calificación es o no acertada. A mi, personalmente, me parece dificilísimo escribir con gracia y provocar la risa. Siempre he pesando que es más fácil suscitar la lágrima que la carcajada. Creo que es necesario poseer  una agudísima inteligencia y un profundo conocimiento de la naturaleza humana para contar una historia en clave de humor. Por supuesto, me estoy refiriendo a escritores serios, como curiosamente suelen ser aquellos cuyas obras provocan la hilaridad  desgranando cuentos y creando personajes graciosos e inolvidables, esos que son, justamente, la antitesis de los humoristas zafios y ramplones, que llenan espacios televisivos con  gracietas  pretendidamente originales y contestatarias. 

Como es lógico suponer, han sido muchísimas las ocasiones en las que la lectura escogida no ha dado “el nivel“ que yo demandaba, atendiendo a los criterios indicados, en mayor o menor medida. En estos casos, me muestro  radical y  rajatablista. Corto por lo sano, es decir, cierro el libro y me pongo en disposición de aventurarme en el próximo relato que llenará horas de mi vida con nuevas vivencias y emociones. Soy, especialmente intolerante cuando el autor resuelve la historia dando carpetazo en la penúltima página porque considero una falta de respeto al lector verdaderamente imperdonable finalizar un libro apresuradamente, de cualquier manera, dando muestras de la falta de oficio que a un escritor no se le deber tolerar. Ya comprendo que no es fácil poner el punto final a una historia y hacerlo de manera que también acabe en nuestro corazón como Dios manda, de muerte natural y por sus propios medios. Pero nadie ha dicho  nunca que el quehacer de la escritura sea tarea sencilla, de igual manera que es necesario decir que el lector realiza un acto de inmensa generosidad prestando todos sus sentidos y las horas de su propia existencia cuando acepta la invitación de  transcurrir, conocer y vivenciar,  el universo creado por el escritor. La literatura es cosa de dos, del diseñador de mundos imaginarios y de aquel que, como lector, se ofrece a transitarlos, dispuesto a poner el alma a los pies de su imaginación.

He comenzado esta página recordando mi aprendizaje de las primeras letras. Desde entonces, y hasta el día de hoy, millones de palabras han danzado en mi cerebro al compás de los sueños y de la fantasía de muchos, no recuerdo cuantos, creadores literarios. Quien soy y como soy, es producto, en gran medida, de todo aquello que hallé en los libros, de lo que aprendí de mis encuentros con los personajes: sus pasiones, sus temores, sus risas, sus sufrimientos, sus ilusiones, sus esperanzas y sus miedos; sus creencias, sus perversiones, sus amores, sus muertes, sus nacimientos, su bondad o su maldad, han sido para mi espejos existenciales, lecciones de vida muchas de ellas inolvidables. 

A los tejedores de mundos, los bruñidores de historias, arquitectos de las ideas, magos de la imaginación, a los escritores, debo lo que no tiene precio ni valor calculable, por eso, a ellos, y a mi abuelo Víctor, y a mi madre, les ofrezco lo mejor de mi misma y por siempre: el  infinito agradecimiento.