miércoles, 4 de agosto de 2010

EL OCASO DE UN REINO (II)

Pasaron los años, nuevas generaciones reemplazaron a aquellos que vivieron la atroz batalla y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos…Nacidas ya en la prosperidad y el progreso y seducidas por la experiencia de la inmediatez los logros y de los deseos, asistían con indiferencia a los crecientes devaneos del poder político con la riqueza, y de ésta con las togas de una Ley día a día maltrecha y postergada. Los nuevos ciudadanos renunciaron a cuestionar las actuaciones de la multitud de mediocres diosecillos, intocables y caprichosos, que se habían ido instalando en las más opulentas y confortables poltronas de la vida pública en las dispares vertientes del Poder a lo largo de las últimas décadas.

El juicio crítico aletargado por la pereza intelectual desapareció casi por completo de los foros de debate publico, y las consignas políticas reemplazaron a las ideas contrastadas en aquellos centros de opinión que debían alimentarse de la legítima discrepancia. Los dogmas sacrosantos de una pretendida Modernidad se horneaban como los únicos válidos presupuestos intelectuales y morales, incuestionables y listos para consumir por la ciudadanía sin decir esta boca es mía.

El Poder difuso y fraudulento llevo a cabo con admirable eficacia ejercicios sofisticados de propaganda antes ensayados con éxito en fórmulas despóticas y liberticidas en distintos momentos de la Historia en otros paises, disponiendo con maestría de los innumerables canales de comunicación que surcaban la estructura el tejido social. Los medios repetían como mantras las consignas que el poder político administraba con audacia, según el tiempo y la oportunidad, controlando la información y discriminando en beneficio propio hasta los testimonios más banales de la vida cotidiana.


El Nuevo Régimen se había configurado como una superestructura poder imperceptible y opresiva, de la que ya sería muy difícil escapar. Nacido en el progreso de las comunicaciones, en el desarrollo tecnológico y la bonanza económica, había convertido a sus ciudadanos en individuos dóciles y manipulables, acomodaticios e indolentes que renunciaban voluntariamente al ejercicio de su Libertad Critica, aceptando de buen grado una libertad minúscula e insignificante, domestica y tutelada al antojo de aquellos que detentaban la autoridad. Personajes de todo pelaje que ostentaban como sus rasgos más notables la mediocridad y la astucia se erigieron en los modelos sociales a emular, en arquetipos a los que hombres y mujeres, y sobre todo jóvenes contemplaban con fascinación creciente.

Los dioses de la espiritualidad, fueron abandonados; también sus credos. Los mandamientos regidores de la conducta moral de los ciudadanos se dictaron desde los centros de poder que procediendo al arrinconamiento de los símbolos religiosos. Al tiempo que se alentaba en la ciudadanía la negación de ancestrales verdades absolutas se implantaron con absoluta radicalidad, medidas de ingeniera social que contribuirían a reforzar un poder político cada vez más firmemente consolidado.
El Reino había sufrido una sutil, persistente y profunda transformación. La infantilización social producto de la uniformidad de las conciencias y la instauración del Pensamiento Único dio lugar a que las voces de las minorías inconformistas e insumisas de los escasos librepensadores que aún se no habían sido deglutidos por el sistema, fueran silenciadas sin necesidad alguna de recurrir a la violencia física; un calculado aislamiento, la ausencia de medios que pusieran eco a sus voz y su palabra, y el acotamiento eficaz de los espacios de libertad de expresión fueron suficientes. Los ciudadanos discrepantes se convirtieron de disidentes, expulsados de cualquier ámbito de influencia social se constituyeron en la vanguardia de una resistencia siempre amenazada. Entre tanto, el Régimen mantenía la apariencia de un modelo democrático en el que la paz social se presentaba al pueblo como la suprema y bondadosa aspiración de sus gobernantes.

La corrupción se extendió por las más variadas instancias del cuerpo social del Reino, alimentada por los ciudadanos que elegidos por el pueblo para el mejor y mas justo gobierno, repartían a su antojo riquezas y prebendas entre aquellos que les eran afines, negociando voluntades y poniendo precio a su lealtad. La justicia mordía el polvo doblegada por los hombres togados comprados y vendidos y la igualdad de los ciudadanos se fue muriendo lentamente como se mueren las promesas que olvidamos. Imperceptiblemente.

El Reino centenario se hallaba sumido en una profunda crisis, también de identidad. La creencia de que su Unidad era un residuo indeseable y pernicioso propio rancios tiempos pasados y caducos, fue introducida en la sociedad y difundida con carácter pedagógico en las nuevas generaciones, que crecieron en el desprecio, la animadversión o el odio a sus símbolos y señas de identidad. El proceso de adoctrinamiento en la disgregación, se produjo rápida y eficazmente liderado por un Poder cuanto más fragmentado más despótico. Los ciudadanos repudiando su pasado compartido, jaleaban ahora a los caudillos locales, que se envolvían como vulgares reyezuelos, ignorantes y autoritarios, en el manto tejido con la ostentación y la opulencia.

El Reino, indefenso, estaba a punto de extinguirse. Agonizaba sin estertores, calladamente; sucumbía al abandono de sus hijos, a la deslealtad de su Príncipe, a las mordazas impuestas a la palabra disidente, desamparado de la justicia, bajo el férreo yugo impuesto a la libertad.