miércoles, 4 de agosto de 2010

EL OCASO DE UN REINO (I)


Érase una vez…un Reino en el que, hace ya muchos años, tuvo lugar un enfrentamiento terriblemente cruel entre su habitantes. Las madres sin posible consuelo lloraban a sus hijos que habían encontrado la muerte en los campos de batalla y los hombres que por designios del azar o de la Providencia conservaron la vida aunque fuera hecha jirones, regresaron a sus hogares con ese vacío sordo y persistente que se apodera de las entrañas cuando no es posible olvidar lo que la memoria, sin embargo, no es capaz de soportar sin hacerse añicos. Los niños guardaban en sus pupilas el rostro impenetrable del miedo que se arrastraba por las calles y los campos, surgiendo tenebroso en el polvo reseco de las calles, en las esquinas donde la tenue brisa del amanecer poco tiempo antes había acunado sus sueños y los de sus hermanos; pequeños hambrientos que aprendieron sin maestros a no pedirle pan al aire, porque al aire le había robado el alma la metralla, y era mudo y sordo, y solo… traía olor a pólvora, causando más sed y más hambre.

El reino se cubrió de escombros, de casa derruidas, de tejados convertidos en guaridas de minúsculos insectos sonoros e indiferentes. Los campos yermos se cubrieron de luto vistiendo únicamente las ropas de las amapolas teñidas de lamentos y heridas laceradas, de últimos suspiros; las margaritas nacidas en abril, crecieron deshojadas… me quiere si me quiere no, me quiere…repitiendo incesantemente los nombres de los enamorados muertos, yacentes en las cunetas y en las tapias de los cementerios, sellando los labios de las novias sin días de domingo que estrenar; secando sus bocas, huérfanas de besos y de promesas de amor renovadas. Novias enlutadas. Novias viudas.

La melancolía anegó las vidas de los habitantes de este Reino centenario. El triste recuerdo de los ausentes acudía puntualmente a la cita sobre todo a la hora de la cena, amenazando las noches con pesadillas y desesperanzas. Verdugos y victimas, todos y cada cual, portaban en su mochila de la vida la pesada carga de la del remordimiento y de la culpa, a veces, del arrepentimiento.

Pero la batalla había terminado, y sus ecos resonaban cada vez más distantes. Como siempre sucede, como acontece desde el principio de los tiempos, la vida se afanaba en su fecunda e imparable acción creadora, ajena por completo a las aflicciones estériles de los hombres. Los arroyos renovaron su caudal abrazando el agua derretida de las azules nieves, y a los niños nacidos les salieron los dientes, y los ancianos llegada la hora del adiós cerraron sus puños y entornaron los ojos para ser acogidos maternalmente por la tierra, a la que volvieron, finalizado su tiempo. Poco a poco se fueron extinguiendo los volátiles átomos de la pólvora y el aire recuperó el olor a tomillo y a romero, y a veces, a rosas; también a mar; también a olas.

En los pueblos y en las ciudades todas, se oía como un runrún, a unos decir que habían ganado la paz, y a otros, que habían perdido la guerra, pero todos sabían ya que no podían poner sus ojos en otro destino que no fuera un futuro compartido, porque los vientres incansables parían nuevos hijos a los que amamantar, y los hombres escuchaban en sus entrañas la voz imperiosa y eterna de la tierra caliente que aguardaba impaciente la herida del arado. La ciudad voceaba, urgiendo a la acción, su enigmática llamada colándose por las por las ventanas de los todavía maltrechos hogares. Los jóvenes imaginaban un destino lejos de sus casas, entre adoquines y farolas, al que no sabían si más temer o más desear, pero al que no podían ni tampoco querían resistirse.

Los habitantes del Reino hicieron una apuesta valerosa y arriesgada enfrentándose a la incertidumbre con la esperanza, dispuestos a derramar generosamente ríos de sudor salado y encallecido. El silencio acompañó sus fatigas jadeantes y vistieron los días con las madrugadas de trabajo. Acunaron las noches susurrando sus sueños y dibujaron las caricias antes de llegar al alba, en las grietas forjadas de trigales cosechados.

El deseo de paz se abrió paso imperiosamente entre los despojos dejados por la ira y el odio. No fue fácil, porque los ojos por mucho tiempo siguieron llenándose de lagrimas, y el Reino, continuó sumido por durante lustros en el silencio impuesto a sangre y fuego por el Jefe victorioso. Pero, incluso así, los niños recuperaron las risas y los juegos en las calles y las plazas, sin hacer distingos en el color del escudo de guerra de sus padres. Las mujeres y los hombres, consagrando sus fuerzas a levantar la casa y llenar los pucheros, tejían en las noches de verano hermosos y audaces planes para sus hijos. Hallaron los ciudadanos del Reino centenario, lugares de encuentro en los que compartir unas risas y estrechar sus manos entre fichas de dominó y partidas de tute crepusculares. Al olor de ladrillo y del cemento, en las fábricas, en los talleres de sueños, hombres y también mujeres, urdieron los mimbres de su presente ganado palmo a palmo al desaliento. Fueron maestros para sus hijos, y honra para sus padres viejos. Tuvieron que aprender con tesón, a confiar en la mirada limpia de su vecino, demostrando heroicamente que se necesita más valor para perdonar que para matar, e incluso, que para morir.

Con el transcurso de los años, el Jefe se fue volviendo débil y viejo. Ya solo le quedaba pasar a la Historia y cerrar los ojos para siempre. Un día de un frío mes de Noviembre, los habitantes del reino recibieron la noticia de su muerte, cuando solo los más ancianos guardaban el recuerdo lacerante del daño sufrido y el dolor infligido, en aquella terrible batalla cada vez más lejana en el tiempo en la que mataron y murieron con una ferocidad propia de las alimañas, pero sin su inocencia; con la consciencia humana que inevitablemente proporciona el sufrimiento grabado en la carne propia y en las pupilas en que se agota la vida de nuestro enemigo.

En aquel entonces, y con la desaparición del Puño de Hierro que había detentado el poder durante algunas décadas, fue posible romper el silencio. Aires y tiempos nuevos aguardaban para escalar por los peldaños de la Historia no siempre ascendentes. Palabras de cambio jubiloso recorría las ciudades y los campos. Los súbditos deseaban ardientemente convertirse en ciudadanos con voz y con palabra. Únicos dueños de su destino, reivindicaron la Libertad para trenzar sólidamente los cabos de su Historia que solo a ellos les pertenecía, y para que nunca mas volvieran las hieles de la traición y la Justicia fuera la garante de una Paz tan trabajosamente conseguida, los ya ciudadanos del Reino pactaron innovadoras reglas del juego. Redactaron las leyes que guardarían sus haciendas, garantizarían su Igualdad y protegerían sus vidas, su Libertad y la unidad del Reino.

El juego a jugar en las próximas partidas de la Historia, debería repartirse entre todos los ciudadanos en términos de igualdad y de libertad; este había sido su deseo claramente expresado en la puesta en marcha del Nuevo Orden. Acuerdo y discrepancia, serían los complejos elementos que regirían su convivencia, amparados por la palabra y el ejercicio de la Ley. Conflicto y enfrentamiento canalizados en el respeto al oponente, al disidente, al contrario, y la Libertad como eje rector de la vida en común. ¡Qué difícil ejercicio convivencia para un pueblo tan poco instruido en el albedrío¡