La otra tarde quedé con una amiga de toda la vida para felicitarnos la entrada del nuevo año, sobre todo por haber sobrevivido a las Fiestas Navideñas sin problemas estomacales dignos de mención y manteniendo el peso solo unos insignificantes gramitos ligeramente por encima del habitual. Después de alegrarnos mutuamente por lo estupendas que nos encontrábamos la una a la otra, entre risas y a abrazos entramos en una cafería de esas que todavía mantienen mesitas redondas de cálida madera, olor a café y a bollos recién hechos. Elegimos una mesa libre cercana a un gran ventanal desde donde podíamos disfrutar del trasiego abrigado de la gente, que con un frío que pelaba, iban y venían de la tarjeta de crédito a la rebaja, cada cual cargando en sus bolsas multicolores los trofeos arrebatados a la cuesta de enero a precio de ganga. Di un vistazo a mi alrededor y pude comprobar, como, curiosamente, la clientela del local estaba compuesta por un mujerío variopinto y desigual, solo alterado por la presencia de niños, alguno en su cochecito, que con sus madres o abuelas, componían el paisaje interior del recinto. Recordaba de alguna manera a aquellos clubes de comienzos del siglo pasado donde los hombres iban a leer el periódico, fumar sus cigarros puros, y echar la partida, si se terciaba. En este caso, el público no le daba a los naipes, sino al palique, y los cigarrillos habían sido sustituidos por churros, bollería fina y algún zumito de fruta en bric.
En la medianía de Enero aun se podían ver en el escaparate de repostería roscones de reyes para acompañar el café, decorados con frutas escarchadas y bañados en un rocío de brillante azúcar, que escondían en su interior las diminutas figurillas infantiles de la buena suerte . ¿Cómo resistirse a su flamante presencia en la vitrina compartida con el resto de deleitosos bollitos suizos, azucaradas trenzas, nevadas ensaimadas, dorados cruasanes, palmeritas de chocolate etc.…? El roscón, finalmente, se alzó con el triunfo, y ganó por goleada a sus competidores y nos pedimos dos porciones para iniciar la merendola. Por si fuera poco, en un alarde de gozosa imprudencia, renunciamos al café y nos apuntamos a sendas tazas de chocolate bien calentito, mientras nuestras bocas se hacían agua, dispuestas a pagar gustosas el precio en calorías que hubiera menester. Entre tanto, hacíamos firme propósito de enmienda y planeábamos semanas venideras de áridos platos de lechuga aderezada con gotitas de limón, especies compasivas del paladar, y algún que otro vegetal de compaña, mientras disfrutábamos divertidas de nuestro gastronómico libertinaje.
Estando en estas y para retomar el hilo de la amistosa e intermitente relación que mantenemos desde hace años, remitimos la conversación a la última vez que nos habíamos visto. Se trataba de una reunión celebrada en casa de una prima mía y también amiga suya, con motivo de su cuarentaytantos cumpleaños, tantos "tantos" que casi llamaban a la innombrable puerta de los cincuenta. Ambas conocíamos a la mayor parte de los allí presentes, con más razón en mi caso, porque eran, como ya he dicho, parientes míos.
De todos es sabido que el cotilleo constituye un solaz entretenimiento de los primates superiores, al que se dedican entusiásticamente con un estilo propio e inconfundible de expurgaciones de insectos varios, muestras risueñas de dientes, colmillos y molares incluidos, empujones e inocentes tocamientos, juegos al que te pillo, y estridentes y divertidos gritos. Los humanos, seres a la par sociales y asesinos, no pudiendo ser menos que nuestros parientes peludos, practicamos el arte del chismorreo sutilmente perfeccionado, habiendo alcanzando altas cotas de refinamiento hasta convertirlo, en nuestro caso hispano, en un deporte de práctica nacional en el que no hay rival que nos tosa. Dicen las malas lenguas guiadas de lamentables cerebros, que esto de hacer trajes a diestro y siniestro es cosa que hacemos las mujeres mejor que nadie y que es prácticamente consustancial a nuestra naturaleza femenina.
Nada menos cierto y más infamante. Lo que pasa, a mi entender, es que el abordaje de los dimes y diretes masculinos van por otros, incomprensibles y aburridísimos derroteros, a los que no tengo tiempo de referirme en este momento, además de que no guardan relación alguna con el asunto que hoy cuelgo desde esta ventana de mi otra casa a modo de colada, para blanquear los pensamientos y orear los recuerdos.
A lo que iba. Mi amiga y yo somos las dos muy españolas y además, no nos andamos con disimulos al respecto, como a todas luces queda de manifiesto con solo mirar nuestras muñecas adornadas con pulseras en las que si no ondea, si se muestra campante, nuestra bandera rojigualda; la de ella, preciosa e impoluta, de metal noble y diseño fashion, y la mía un poco guarripé y con muescas de mil batallas ganadas a los detergentes de la limpieza doméstica en el fregadero de la cocina. Así que haciendo honor a nuestra doble condición de pertenecientes a nuestra especie y a nuestro país, derivamos la charleta al repaso concienzudo del transcurso de aquel último cumpleaños al que juntas habíamos asistido meses atrás. Empleándonos a fondo y meticulosamente, le diseñamos y cortamos el traje a cada asistente del que nos acordamos. Como somos buenas personas, los trajes les quedaban a todos y a todas, (como dicen los iletrados cursis defensores llevar a la gramática la ideología de género) estupendísimamente.
Entre bocado de sabroso roscón y chupito de chocolate en taza, le dimos un repaso concienzudo a peinados, vestidos y trajes, partos y divorcios, y alguna que otra murmuración de lo que vulgarmente se conoce como lisa y llanamente, cuernos, llevados o puestos. Risas y hasta carcajadas nos suscitaron los runrunes de la gloriosa y memorable cormenta que, en este caso, había colocado a su legitima un señor muy remilgado y de escasísima cabellera. Imaginar en semejantes e intensas lides de apasionamiento amatorio al personaje que las dos teníamos en mente nos mataba de hilaridad. Mi amiga y yo atragantadas con tanto gorjeo, imaginábamos al personaje metido en faena y como suele suceder en ejercicios de pensamientos creativos de esta índole cuando no nos va en ello nuestro propio enamoramiento, transitamos acaloradas por los derroteros de la chanza y caminos sembrados de atrevidos y jocosos comentarios aunque en modo alguno verdaderamente maliciosos.
Me viene a la memoria en este mismisimo momento una chica a la que conocí hace ya muchos años, que me contaba llena de divertimento como su amante, emitía unos chilliditos agudos y entrecortados, que recordaban al parloteo del conejo, justo en el momento sublime del acto amatorio. Aquello, decía ella, muerta de la risa, la cortaba todo el rollo y la dejaba, un día y otro también, para mejor ocasión. Pero lo decía entre risas, alegremente, con abrumadora generosidad para con aquel pésimo amante suyo, que para colmo la llevaba varios lustros de edad, y que en los momentos en que se supone debía proporcionarle sensaciones gozosas, solo le daba ...risa. Risa, que compartíamos cada vez que el "mister" se cruzaba por nuestro lado, lo que era, pueden creerme, frecuentísimo. Por cierto, que ahora que mi hermana tiene una cabaya como mascota, y como supongo que las cobayas y los conejos deben ser parientes próximos, a ver si un día estos arrimo la oreja a su hocico y me entero de como hacen cuando se expresan estos animalitos, todo ello en honor al recuerdo de mi antigua compañera y de los buenísimos ratos que pasamos juntas entre risas escondidas y secretos murmullos cuando sólo la inocencia de la juventud conseguía disimular, el deleznable comportamiento de aquel hombre ya entonces maduro, al que probablemente a estas alturas se le habrán caído ya los dientes, y alguna cosa más, que ninguna mujer echara de menos a juzgar por su ineficiencia instrumental, aunque eso no fuera, con todo, lo peor que el caballero tenía que ofrecer.
Pero volvamos nuestra tarde de frío enero, y caliente chocolate. Las horas habían volado como por encanto, casi en un suspiro, y la noche se derramaba gélida por las aceras aún muy transitadas del centro de Madrid. Nosotras, hacía rato ya que habíamos dado cumplida cuenta de nuestra suculenta y dulce merienda pero aún continuábamos sumergidas en nuestra feliz cháchara porque estábamos disfrutando de lo lindo, y a ver cuando volvíamos a encontrarnos en otra como ésta. El ajetreo de nuestras vidas no facilita precisamente, estos encuentros tan saludables para el alma y el estomago. Sobre todo la vida de mi amiga, que es un culo inquieto, aunque habría que añadir, que se lo pasa en grande, incluso cuando está trabajando, por raro que parezca. Así es ella, brillante por fuera y hermosa por dentro, incluso, podríamos invertir los términos y también le haríamos justicia. Solo hay que ver como sonríen sus luminosos ojos y lo limpio que mantiene su corazón de malos sentimientos. Llamamos a la camarera. - Por favor, nos trae dos vasos de agua, bien fría- . Nuestros estómagos se estaban currando como Dios manda los abundantes hidratos de carbono que les habían caído encima de sopetón y nos pedían con insistencia combustible no contaminante, es decir, agüita clara y fresca para proseguir en su ardua tarea gástrica.
Entre inocuos y transparentes, trago va y trago viene…y casi ya entrada la noche, me dice mi amiga con cara distraída como que no quiere la cosa, oye...te fijaste en la mujer de .... ? Pongámosle por nombre Fulanito, que es es muy socorrido. Por primera vez dijo el nombre de ella. Hasta ese mismo momento no me había acordado de su presencia en el cumpleaños de marras. Se trataba de la esposa de un amigo del marido de mi prima, la homenajeada. Formaba parte de ese grupo que constituyen los últimos apéndices del clan, pero miembros del mismo, presentes y activos al fin y al cabo. Como la función hace al órgano, la presencia hace a la pertenencia, o eso creo yo. Aquella persona era para mi igual de conocida que de ignorada, hasta el punto, que mi memoria no había encontrado, al parecer, ninguna mérito o razón digna de su atención para retenerla y para sacarla a relucir correspondientemente "trajeada" en nuestra suculenta charleta.
Mi memoria desde siempre ha sido perezosa, díscola, y malcriada. Va a su bola, haciendo caso omiso de lo adecuado, lo pertinente, lo oportuno y lo conveniente y procurándome no pocos apuros, cuando no algún que otro disgustillo. De aquí mi auténtica admiración por las personas a las que escucho decir cosas como …"Aquello sucedió en el 92, por ejemplo, o Mengano se graduó en el 81 y fulanita nació en el 63. Por no mencionar las privilegiadas y sublimes cabezas que recuerdan a todo el mundo... ¡¡por sus apellidos¡¡ Con solo presentárselos y verlos una única vez ya pueden mencionar a Menganito o Perenganito, cuando se tercie, como si como si le conocieran de toda la vida, a saber, nombre de pila, primer y segundo apellido, cargo, y responsabilidad presente, y pasada, incluso traen a colación con maestría digna de mi más rotunda admiración, los amigos comunes que casualmente ha compartido, en trabajos anteriores, como vecinos de urbanización, papás de los niños compañeros de los hijos en el cole, ex-alumnos de maristas, jesuitas, carmelitas etc., colegas de universidad etc., etc., …Son como listines alfabéticos de contactos de inestimable valor, al que se van añadiendo cuantos más nombres mejor, y todos ellos, guardados celosamente por un por si acaso, o para si surge la ocasión , además de porque la oportunidad puede estar esperando a la vuelta de la esquina y de todos es conocido que nunca se sabe .., y que lo que si se sabe con certeza inapelable, es que hay que tener amigos hasta en el Infierno y conocerlos por sus nombres de pila, es tener ya muchísimo ganado para el apaño que sea menester. ¡Cuantas puertas han abierto esas memorias bien educadas¡,que miran como Dios manda por sus dueños, no como la mía que no pierde oportunidad de dejarme en ridículo cuando tengo que ponerme a hacer cuentas mentales, sumando y restando meses, para saber cuantos trienios llevo sufridos de funcionaria de la AGE, por ejemplo. En cuanto a los nombres y apellidos, baste decir que se me olvidan al instante siguiente de haberlos escuchado. De manera que si me vuelvo a encontrar con una persona de la que me han hablado o presentado en una reunión de trabajo o fuera de él, y me preguntan o aluden a ella en otro momento, pasaré por el bochorno mayúsculo de tener que suplir con una sonrisa de profident, eso si estoy inspirada y consigo que me salga algo diferente a la cara de pava, mi absoluta ignorancia en lo tocante a su nombre y por supuesto, su cargo, que es, lo peor de lo peor. Eso si, una cara no la olvido jamás, pero claro, eso sirve más bien de poco, por no decir de nada, porque no voy a contestar con algo así como ¡¡ah, si, me acuerdo de su cara¡¡ Sobre todo porque en ocasiones, aludir a según qué caras puede resultar contraproducente y buscando salir del atolladero, resulta que puedo encontrarme con un problema de considerables proporciones.
Resultado de lo hasta aquí expuesto: tengo cero contactos que sacar a relucir de mi vieja agenda repleta de anotaciones, tachadura, borrones, de nombres de personas como yo, nada influyentes y de andar por casa, que diría el otro. Así me ha ido y así me sigue yendo, a Dios gracias. Tengo que decir, no obstante, a favor de mi memoria, que guarda celosamente las cosas que ella juzga verdaderamente importantes. Miradas, poemas, enseñanzas sorprendente que aprendí de los libros, colores, aromas, sabores; los besos de la infancia que recibí de mi madre, el perfil de las manos perfectas de mi padre, al que pasados tantos años desde que se fue sigo añorando, el brillo de los ojos de mi abuela, tan flaquita ella, tan frágil, y tan adorable; los instantes maravillosamente irrepetibles cuando conocí a mis niñas recién estrenadas en nuestra vida , y muchas otras cosas que me pertenecen y que como un tesoro se encarga de guardar con ahínco admirable mi rebelde y libertina memoria.
En el caso que nos ocupa, esa mujer, esposa del amigo del marido de mi prima, y a la que mi amiga aludía cuando había caído ya la noche cerrada de enero, era evidente que formaba parte de aquello de lo que mi memoria se desentiende habitualmente. Yo si oonocía de su existencia y recordaba tenuemente su cara, pero… poco mas. Mi amiga, en un intento de acercarme a aquella última reunión compartida, comenzó a hablarme de ella de una manera tan entusiasta que me causó cierta sorpresa.
La describió como una mujer modesta, esforzada y recatada. Valoraba de ella con una reverencia que me dejo estupefacta, su aspecto sobrio, sin sofisticación alguna, sin adornos. Discreta. Neutra. Movida por la curiosidad que aderezaba la vocación cotillera de la que hacíamos gala aquella tarde, procedí a realizar el ejercicio que yo denomino como estrujamiento neuronal, mediante el cual, cuando creo que está todo perdido y no tengo ni repajolera idea de lo que se me está hablando, hago un sobreesfuerzo y dejo que mi sentidos se encarguen de evocar la situación, confiando en que cuando el conocimiento no llega por actuación que le es propia a la razón, llegue en sus brazos, siempre activos y siempre eficaces. La percepción de la luz, el color, el olor, el calor o el frío, la sensación, el pálpito, la intuición, son para mi instrumentos a los que recurro siempre que la ocasión lo merece, y aquella, era una de ellas.
De esta forma, llegó ella hasta mi lo que mi inconsciente recordaba de aquella mujer. Su rostro no era ni bello ni deforme; su piel, de una palidez ligeramente transparente y rosada, podría imaginarse de tacto suave, ligeramente carnosa y un poco blanda. Sus facciones se dibujaban en mi recuerdo indefinidas y con ligeros ángulos redondeados. Sus cabellos oscuros, salteados de abundantes canas, habían sido recortados sin otra intención que la de no resultar molestos. En cuanto a su edad, no hacía mucho que debía haber dejado atrás los cincuenta , pero tampoco podría asegurarlo, porque sospecho que diez años atrás la dureza de sus ojos castaños no habría sido menos elocuente.
Su llamativa sencillez destacaba como un semáforo en plena noche emitiendo incansables y tediosas señales, que hacían patente su empalagosa presencia. Hablaba escuetamente, con estridente y reveladora modestia, dando muestras de un espíritu doméstico, afanoso y eficiente. En las pocas ocasiones en las que su voz llegó hasta mis oídos, pude distinguir que era monocorde y distante. Acompañaba su tímida conversación de una media sonrisa entre indiferente y enigmática a la que, con toda franqueza debo decir que presté una atención mas bien escasa. Como colofón aclaratorio de los méritos sobresalientes de esta señora, mi amiga, con gesto de estar abducida por tan destacable personalidad, en medio de un suspiro mal contenido, respiró hondo, exhaló el aire, y me dijo poniéndose un poco bizca ¡¡… además, como te diría, es,…es, … ¡¡es... tan sencilla¡¡
Estas eran las palabras “tan sencilla”, en las que parecía iba a se resumirse el misterio que escondía aquella mujer que había dejado a mi amiga subyugada, a punto de hincarse de rodillas ante su recuerdo, de pedirle humildemente perdón por el maquillaje que se había puesto en su rostro y por el carmín de sus labios; por las calificaciones sobresalientes obtenidas en las dos carreras universitarias que le habían procurado un magnífico nivel intelectual; por el dominio que posee de tres idiomas extranjeros, (no vayan a pensar que se trata de alguna de las lenguas de uso local en España); por el magnífico trabajo del que disfruta que le ha permitido conocer y vivir las más hermosas ciudades de Europa, a lo que tendría que añadir para sumar a su penitencia, un tipazo que quita el hipo, que además tiene la potra de no tener que machacarse en un gimnasio, y una saneadísima y boyante cuenta bancaria heredada en parte de sus padres, y en parte de dos tíos solteros.
A mi me dio la risa cuando la vi tan impresionada al tiempo que no salía de mi asombro. Francamente, jamás habría imaginado que aquella persona en la que yo apenas había reparado le hubiera causado tan honda conmoción. Para adornar la guinda que corona la tarta, me aclaró con vehemencia que esta valoración reverencial suya era compartida por muchos de los presentes en aquella reunión, no fuera yo a pensarme que eran solo figuraciones suyas, fruto de su imaginación, y que algo rarito le pasaba a su estupendo y estable cerebro. Con esta afirmación imposible de contradecir por mi parte quedó agotado el tema, y mi amiga y yo centramos nuestra atención en otras cosas, que consistieron, básicamente en poner parir al Gobierno que siempre sirve de desahogo y es lo único gratis que nos proporciona el muy inútil, y de algunas otras cosas, que no vienen a cuento. En todo caso, serán el cuento de otra ocasión. Nos despedimos, adentrada la noche igual que nos habíamos encontrado, entre bromas y risas, hasta nuestra siguiente tarde de merienda jacarandosa, prometiéndonos mutuamente que no dejaríamos pasar tanto tiempo para volver a vernos.
Ya en casa, y mientras preparaba algo ligero para cenar y entre el tintineo de cubiertos y batido de huevos para tortilla francesa, revivía la larga conversación que había mantenido en la tarde en la que me pareció percibir un tufillo familiar, que me recordaba a algunas experiencias vividas en carne propia hacía ya muchos años, cuando debatiéndome como gata panza arriba me peleaba, sin ser en absoluto consciente de ello, con un mundito plagado de lugares comunes, aburridos y previsibles, pero firmemente consolidado e imbatible, que amenazaba con asfixiar mi recién estrenada juventud plagada de complejas soledades, jeroglíficos intelectuales indescifrables y dudas morales, que me hacían sentir vestida de una vida que a veces que me quedaba grande y en ocasiones demasiado estrecha. Entonces, como ahora, resultaba que los otros, los más, valoraban de manera unánime y extraordinaria, aquello que quedaba incluso fuera de mi conocimiento consciente, de mi más elemental atención, vamos, que como siempre, nadaba contra corriente y lo peor de todo era que lo seguía haciendo en la pequeña y frágil balsa de la inopia.
Mi abuela, mujer menuda y de sobresaliente inteligencia decía con frecuencia aquello de que "la suerte de la persona fea, la guapa la desea…” . El refrán no creo yo que se refiera exclusivamente a las características físicas o externas, sino que como vieja sabiduría popular, tiene sentido profundo y propina un contundente golpe en la mismísima línea de flotación de la confianza de los incautos, que como yo, pensamos ignorantes, que son la belleza, la inteligencia y la bondad, las virtudes que deben brillar por sobre todas las cosas en este Mundo nuestro. Tengo que reconocer que los años vividos no dejan de llevarme la contraria, y hacer bueno el dicho popular que mi abuela se encargaba de recordarnos de vez en cuando, por si nos dejábamos llevar por alguna vanidad en los verdes años de la adolescencia. La descarnada experiencia pone delante de mis propias narices la realidad, en la que, efectivamente, son los feos los que se llevan el gato al agua en infinidad de ocasiones, sin que apenas nos demos cuenta o nos demos por enterados, que viene a ser lo mismo, pero peor. Los feos de verdad, los auténticos, es decir, aquellos que lo son por dentro, vease los incapaces, los torpes y los mediocres; aquellos que se situan en la zona templada y blanda de lo politicamente correcto, los cobardes; los vagos, los indolentes, los que agachan la cabeza modosamente, los peligrosos mansos; los que no miran de frente y llevan a gala su voto en blanco, los que no se comprometen, los discretos; aquellos que no se manifiestan, que nos se enfrentan, cuya voz es un susurro y lo que dicen o lo que no dicen a nadie molesta; los bienpensantes, los correctos. Estos, los genuinamente feos, hacen uso de un sin fin de sutiles recursos de indiscutible eficacia, entre los que destaca el arte de poner en escena su falsa modestia que esgrime en la mano derecha la daga de la envidia y en la izquierda la espada de la soberbia.
Esa bicha que se alegra silenciosamente con la desdicha del otro, que se entristece con el bien ajeno y le arrebata el aliento a la belleza inocente hasta acabar con ella. Sus silencios simulan sesudas reflexiones, y reviste de sencillez intencionada lo que no es otra cosa que la mediania de su impotencia. Su prudencia disfraza su ignorancia. Con su astucia no avanzan hasta la primera fila, que es la que desprecian, sino que se agazapan en los flancos y a modo de salto del caballo de ajedrez atacan y dan jaque a la reina y a veces al rey. No suelen ganar la partida final y tampoco lo pretenden, se saben débiles y con su tibieza empuñan el acero que produce las heridas que más duelen. Con eso les basta, con ganarse la ventajosa posicion desde la que seguir medrando. Así pasan la vida, y así, destruyen nuestro tiempo.
No es la fortuna o la suerte la que facilita su camino entre nosotros, sino la benevolencia de los generosos de espíritu, de la gente bella, de la buena gente; de las buenas personas, de las personas valientes, de las que hacen un hueco en la vida para que quepan también los que llegan los últimos. Es la blanca inocencia la que dibuja sendero por el que transitan, la de aquellos que se lo juegan todo y que a menudo lo pierden, y cuando esto sucede, allí están ellos, los indolentes, los astutos, aguardando la oportunidad que se esconde en el trágico traspiés del valeroso y audaz corredor de fondo, cuando estaba a punto de llegar a la meta . Entonces ocupan el lugar del caido, sigilosamente, y miran al horizonte donde la codicia reposa los ojos, con la satisfacción obtenida del botín conquistado y se manifiestan, opresores y autoritarios. Ellos no lo saben, pero es en esos momentos de su miserable gloria cuando se nos revelan más vulgares y de aburridos que nunca, lo que les hace además, irremisiblemente imperdonables.
Por lo que a mi respecta, creo que estoy inmunizada contra la fatua vanidad y nada de estos personajillos me impresiona. Desde muy jovencita me gustaron los listos y los guapos, sobre todo los buenos. Disfruto con las personas corrientes que descubren con inteligencia la belleza que se esconde en los lugares recónditos de la vida, y adoro a los inocentes, a esos, a los bobalicones, que ríen con los ojos, que con un palabra te alegran el día. Me gusta la gente que discute y que habla en voz alta, que se apasiona, que da abrazos con el alma, que resulta un poco estridente, pero que jamás insulta. La gente guapa, transparente, lista y dispuesta para la aventura del amor y del compromiso, que se juega la vida porque la vida y también la muerte, saben ellos que nunca son para siempre.
Con éstos me despido. Con los mejores les dejo. Créanme, son la mejor compañía y los más divertidos.
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