Madrid, siete de la tarde del Jueves Santo. Una multitud se agolpa a las puertas del templo situado en la parte mas vieja de la ciudad, aguardando desde hace horas la salida del Cristo. Los más madrugadores han llegado de mañana, muy temprano. Se hacen con un hueco lo más cerca posible de la puerta que cierra el templo. Dicen emocionados que quieren verlo de cerca, y que para coger sitio no queda otra que llegar en los primeros metros. Que en este Madrid hay gente para todo, y mucha, para ver al Nazareno en este jueves de muerte. Aquí llevan todo el día, a turnos para comer y para hacer cola, con ligeros asientos de playas improvisadas e imposibles, guardando cada cual su sitio, pacientemente.
El tiempo no acompaña. Se ha destemplado y el aire que sopla viene frío y desapacible. Se han encapotado los cielos de Madrid. Los telediarios hablan desde ayer de tormentas con altísima probabilidad de que sobre la capital descarguen fuertes aguaceros, pero la gente no hace caso, y tozuda, ha venido de todos los rincones para acompañar al Nazareno. Que el Jueves Santo no es cualquier día, que no podemos dejar solo al Cristo la tarde del tormento.
Pasan los minutos lentamente dibujando la tarde. Las nubes color de acero parecen a punto de desplomarse sobre las cabezas de los que aguardan con incertidumbre y con la esperanza menguada, la salida del paso. Un año ha transcurrido desde la última vez que acudieron a la cita como enamorados, urgiéndoles a sus ojos la mirada de las frías pupilas de la imagen santa. Este año, han regresado nuevamente, buscando la mirada eterna del Cristo que desvela todos los misterios, que guarda celosamente los secretos confiados, las promesas aferradas al arrepentimiento y la suplica silenciosa y avergonzada de su compasión. Se dicen, unos a otros, que quizá no llueva y salga el paso, y las notas del Himno Nacional alivien también este Jueves Santo, el dolor del Cristo llevando en cada nota una oración y un ruego acuñado en esta Historia nuestra, castigada y maltrecha, disfrazada como una patética marioneta de calumnias y culpables disimulos.
Dentro del templo están los hombres, vestidos de gala y enlutados, para la ocasión triste y solemne. Una docena de hombres marcharan por la calles de la ciudad cargando a su Dios sobre los hombros, apoyado en la nuca, sujeto firmemente por sus brazos. Algunos son muy jóvenes y otros ya no lo son tanto. Listos, con el empeño anudado firmemente a la voluntad, aguardan la orden de salida por boca del maestro. Todo está preparado. Todo está punto. También el trono del martirio. Centenares de rosas rojas a sus pies mecen el dolor del condenado en altar de dolor, donde la muerte se va tejiendo en cada paso hacia el Calvario.
En la calle comienzan a caer las primeras gotas y los paraguas se despliegan multicolores sobre las aceras. En solo un instante, pareciera que la tarde fuera noche en este Jueves Santo del mes de abril mas allá de mediado, que ha perdido su luz. La primavera se ha puesto también de luto. El viento arrecia y las palomas inquietas zurean atolondradas, revoloteando ruidosamente para cobijarse de la lluvia en los aleros de los tejados de edificios cercanos, desde donde observan a la muchedumbre, indiferentes y ajenas. Los costaleros levantan sus ojos al cielo desolados. No saldrá el paso. No pisará las calles de Madrid a hombros de los que le aman tanto.
No. El Cristo no saldrá en la procesión este Jueves Santo. Llueve a mares sobre Madrid.
Los viejos muros del templo escuchan los sollozos. Lloran los costaleros. Se abraza y lloran, sin vergüenza y sin pudor, y como los niños se derrumban afligidos ante la mirada doliente de un Dios coronado de espinas y abandonado. El más joven, quizá no haya cumplido los veinte años, se mantiene amarrado obstinadamente a su pedazo de madera. Los treinta centímetros de las andas del paso que le pertenecen y que se resiste a abandonar. ¿Quien acunará tu dolor? - le dice al Cristo- ¿Quién te prestará la fuerza, si no yo? ¿Quién te ayudará a llegar, si yo no te llevo? ¿Quién…?
Un compañero, se le acerca, con ojos enrojecidos y apretados los dientes, y le besa como a un hermano; y le atusa el pelo, como un padre; y le abraza como se abraza a un amigo, con todo el corazón, pero en silencio, sin palabras, como se dicen los hombres las cosas que son del alma.
Este ya no es niño, que es padre y peina canas hace ya hace algunos años, pero aún tiene ánimo para cargar con la pena del Nazareno, que es su propia pena. Lleva un rato con la mirada puesta en el Cristo, piensa que está tan solo y tan cerca, que podría tocarlo con sus propios dedos a poco que estirara los brazos. Con una promesa guardada en el bolsillo ha venido esta tarde, y con el orgullo de quien no ha pedido nada a nadie, ¡ni a Dios siquiera¡ Pero, las cosas han cambiado, y aún me quedan en casa los dos chicos y la pequeña, y aquí me tienes, -dice- Cristo bendito, como una vieja pedigüeña pidiéndote un trabajo, de cualquier cosa, con el que salir de esta pobreza que ha entrado en la casa para quedarse. Que la vida se me cae a jirones de las manos vacías sin el quehacer diario y hasta la honra he perdido, perdida la cuenta de los días vividos que llevo en el paro.
Un poco mas allá, con el rostro desconcertado y confundido, se seca las lágrimas con el dorso de la mano, un hombre de piel oscura y de rasgos extranjeros que denotan su origen en el Continente hermano. Va para diez años que llegó a este país nuestro, él sólo, dejando allí a los padres, a los hermanos, y a la mujer, con una promesa y un hijo en el vientre. Llegó para quedarse, a un mundo donde las gentes también rezaban, como él, como los suyos, en Español, y eso, ya fue suficiente. Llegó con el ímpetu y la voluntad de ganarse el futuro a pulso y fuerza de sudor, como un hombre de bien, y quiso, desde un principio, estar muy cerca del Cristo Nazareno, el día de Jueves santo. Como lo estuvo en su pueblo, como lo estuvo desde niño, también su padre. Afuera, en la calle, sabe que esperan la esposa y dos niños orgullosos de verle llevar a Dios sobre sus hombros recorriendo las calles de una ciudad que ya es también la suya, que sabe a dulce de torrijas y a tamales. El hombre llegado del otro lado del Mundo, no está en el templo para pedir, que ha venido para agradecer; que, de todo lo necesario, ya tiene y más, que pudiera haber soñado. Padre nuestro, -dice el hombre quedamente, rezando en su susurro- bendito seas, que nos das el pan de cada día. Amén.
Ofrece sus manos a sus compañeros y encuentra en cada uno la mirada que devuelve en un abrazo con otro acento, en el que les dice: ¡Gracias¡. Es un nuevo brote de la vieja tierra, el hijo encontrado del Nazareno.
Apoyado en el muro mas alejado del paso, un costalero lleva largo rato sin levantar los ojos del suelo. Nada tiene que ofrecer al Cristo, ni tan siquiera una promesa incumplida con la que pasar el rato que le resta de estar en el templo. El remordimiento madruga con el hombre cada amanecer y cierra en las noches sus ojos. Es el tormento la fuerza que arrastra su vida tras una culpa que parece eterna. No vengo a dar, pues nada tengo -le dice al Cristo inerte- . He venido a pedirte, ahora, que ya estas casi muerto, tu perdón para seguir viviendo. A cambio de nada, solo de mi vida, que nada vale, haz, Nazareno, el peor negocio de tu vida para salvarme y regresaré limpio el próximo Jueves Santo de la próxima Primavera; y acunaré tu dolor sobre mi espalda, sin un lamento; y lloraré tus lagrimas y pagaré mis penas. Ungido a tu compasión tropezaré para volver a levantarme… si tú me miras.
En la calle la lluvia no da tregua. La gente que aguardaba agolpada a la puerta de la iglesia, comienza a alejarse y se dispersa, y se desvanece haciéndose invisible en pocos minutos. Regresan a sus casas cada cual con sus promesas y sus ruegos secretos e inocentes, empapados de lluvia y de tristeza. Los costaleros, también se han ido.
No queda nadie en el templo. Se ha quedado solo en el altar de gala bordado de flores que acompañan su agonía. En el silencio de la madrugada del Jueves Santo, Cristo Jesús, el Nazareno, recoge una a una, las plegarias de sus hijos más amados y en la oscuridad, abraza dulcemente las almas de sus costaleros
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