Hoy he vuelto a casa, enmipropionombre, a este mi lar virtual. Era por el mes de junio cuando cerré sus ventanas y su puerta y con escueto equipaje abandone el suelo que hoy vuelvo a pisar, poniéndome frente a la pantalla del ordenador mientras pulso las las primeras letras en el teclado para hacer realidad mi regreso. Me alejé de esta mi otra casa buscando que la distancia alfombrara mis pasos y poniendo tierra de por medio desconectara de la cotidianidad de la vida diaria. Apretaba el calor el Madrid aquel último día y el sol brillaba en lo más alto, recién estrenado el verano. El tiempo ha volado desde ese momento y ya estoy de regreso. Ahora, los días parecen encogerse ligeramente, de modo casi imperceptible, pero lo cierto es que el atardecer se desploma rojo en el horizonte de mi barrio mucho más pronto, y el bullir jacarandoso de los pájaros retirándose a sus aposentos trenzados de paja invita a los vecinos a poner la cena, mientras los visillos se mecen con la brisa que se ha vuelto fresca en los anocheceres de mi amada ciudad. Septiembre agota sus días y el verano se muere lentamente, con una indolora y esperanzada agonía. En breve será un tiempo para el recuerdo de todas aquellas cosas que hicimos “diferentes” para romper con la rutina, sobre todo, de todo aquello que planeamos llenos de ilusión y emocionados, pero que, finalmente se quedó en el tintero de nuestra voluntad tardía, de la casualidad imprevista, o del azar caprichoso.
Planes diseñados cuidadosamente, en los fríos meses del invierno o con la llegada de la primavera, que nunca vieron la luz, y hoy nos decimos a nosotros mismos, sin apenas reconocer nuestra derrotada resignación, que habrá que esperar al próximo verano… quizá, para mejor ocasión, quizá en otra oportunidad. Se dormirán nuestros propósitos vacacionales, apaciblemente en la memoria, por si el futuro decide desempolvarlos y lavarles la cara, porque el verano como la vida se alimenta de ansias y de anhelos, de proyectos e intenciones que a veces, solo a veces, llegan a convertirse en realidad.
No es, con todo, lo peor que lleguemos al Otoño con nuestra maleta vacacional nutrida de aconteceres impensados, de objetivos truncados, o vacía, sencillamente vacía, porque al final, nos hemos tenido que quedar en casa, también este año. ¡Que va, ni mucho menos¡ Lo peor no es eso, lo peor es, que, como una maldición, se hayan cumplido nuestros sueños y no podamos hacer otra cosa que lamentarlo, y tengamos que reconocer que los días veraniegos se sucedieron unos a otros, con parsimonia desesperante, mientras nos invadía una pegajosa pesadumbre y añorábamos a cada instante la bendita rutina diaria y nuestro hogar que sentíamos tan lejano.
Porque, sucede, con mas frecuencia de lo que podemos imaginar, que innumerables geniecillos escapados de la Lámpara Aladino, se afanan en hacer realidad nuestros deseos, y nos conducen hasta los idílicos y anhelados parajes naturales, montes paradisíacos y frondosas arboledas; ríos cantarines y verdes montañas alejados de las ciudades, donde el aire huele a tierra y musgo. Incluso, nos aventuran por caminos agrestes, que recorremos entre el agotamiento y el entusiasmo, rindiendo pleitesía con veneración ferviente a la Madre Naturaleza. Y mientras nos adentramos en estos bellísimos parajes sintiéndo en lo más profundo de nosotros el vínculo que nos une a nuestros antiguos ancestros como en ningún otro momento que pudiéramos recordar, comenzamos a percibir que no estamos solos y que a nuestro alrededor campan a sus anchas y sin distancia de seguridad alguna, voraces moscas que estoy segura que poseen vocación homicida, y con ellas, toda una legión de feroces mosquitos, zancudos y picadores, que agitan felices sus alas y afilan sus trompas y aguijones de manera y forma tan eficiente que en cuanto detectan nuestra inocente presencia y olisquean el aroma que emite nuestras células epiteliales, se deleitan con fruición en atizarnos todos los picotazos que tienen por conveniente. A duras penas podemos defendernos del ataque porque cuando nos queremos dar cuenta, ya estamos siendo víctimas de sus inclementes embestidas. Nos bajamos las mangas de la camisa a toda prisa, y buscamos desesperadamente como cubrir con urgencia cada centímetro de nuestro vulnerable cuerpo. Finalmente no nos queda otra que recurrir desolados y de los nervios, a la maldita civilización urbanita, es decir, a la población mas cercana y buscar una farmacia para conseguir el antihistamínico que el boticario nos recomiende compasivo, a fin de aliviar la desazón que nos reconcome y que nos impele con una fuerza desconocida a rascarnos intensamente, emulando, ahora si, de manera verdaderamente asombrosa a nuestros antepasados mas antiguos; a algún tipo de homo al que seguro que también le tenían breado a aguijonazos los voladores salvajes. Ni que decir tiene, que en estos ataques participan solidariamente las preciosas arañas (me encantan las arañas tan peludas y tan afanosas todo el día dale que dale a la costura) y una multiplicidad de insectos cuya existencia desconocemos y que viven por derecho propio, tranquilamente, su vida al aire libre, en los parajes que les da la gana de las zonas rurales y también playeras, que tampoco éstas se libran de su presencia. Estos seres diminutos y estoqueadores, se montan la vida la mar de bien en esos alojamientos de conmovedor tipismo, diseñados para el enamoramiento a fondo, (ya se me entiende) que están tan de moda en los últimos tiempos (ahora les dicen casas con encanto y podemos reconocerlas estupendamente porque el alojamiento les cuesta a sus huéspedes un riñón y parte del higadillo. Lugares que suelen elegir también para el asentamiento de sus colonias y la secreta ubicación de sus decenas de miles de huevos, son los campins al aire libre (valga la redundancia conceptual) donde disfrutan de lo lindo de la temporada estival con nuestra presencia.
Esta nutrida variedad de lo que comúnmente llamamos “bichos” no terminan de hacerse a la idea de que nosotros llegamos a sus dominios decididos a tener una armónica y ecologista convivencia. Nada, no hay forma. Las arañas, las avispas, los abejorros, y muchos otros primos cercanos y lejanos, todos ellos llenecitos de peludas patas, se pasan por el forro, como vulgarmente se dice, nuestras muy loables intenciones y dando muestras de una autentica falta de tolerancia, de una actitud despótica y facha, muy, pero que muy poco progresista, se niegan egoístamente a compartir su espacio domiciliar, y con absoluta impunidad se dedican día noche, sobre todo noche, a propinarnos bocados por todo lo ancho y largo de nuestro indefenso cuerpo de humanos intrometidos. Hemos constatado fehacientemente que cuando la agresión proviene de las muy asquerosas, (con perdón) pulgas y/o garrapatas, la cosa se complica, y a lo peor tenemos que subir un peldaño más en la escala de la medicación y adjudicarnos, como que no quiere la cosa, una semanita de antibiótico. De todas formas, y ahora que caigo, no hace falta salir de Madrid para tener una experiencia peligrosa de esta índole, basta con que nos demos una vueltecita por el campamento de los indignaos de la Puerta del Sol para contemplar en vivo y en directo un habitat divino de la muerte para todos estos insectos voladores, reptadores, saltarines, y en conjunto mordedores y picadores. Yo por si acaso, me he propuesto no poner los pies por esa zona con mi perrita, Tusi, no vaya a ser que se la coman vivita ...¿Los indignaos?¡ noooo¡, los piojos y sus pulgas que viven opíparamente de su colegueo.
Volvamos con nuestros traviesos geniecillos. Nos los encontramos partidos de la risa encaramados a las conchas de los caracoles o escondidos entre los pétalos de las margaritas y los molinillos silvestres, contemplando la batalla que libramos a base de insistentes manotazos al aire, batiéndonos el cobre a conciencia, para mantener a salvo nuestro bocata de tortilla de las glotonas moscas, y cómo, en las bellísimas noches estrelladas, no podemos ni ojear el libro que nos hemos traído, después de una sesuda elección de género y autor, que nos ha llevado unas buenas horas deambulando por las librería de El Corte Inglés, (por ejemplo). Cualquier luz por tenue que ésta sea, les da pistas a los bichos voladores de nuestra ubicación y nos convierte en diana segura de sus expediciones de kamicazes. Es igual, todos nuestros esfuerzos por darles esquinazo y ganar al juego del despiste son baldíos, y al día siguiente, como víctimas derrotadas del complot estos seres invisibles y amenazantes, amanecemos con una surtida y decorativa colección de habones que nos estarán picando-doliendo-picando (por este orden) durante muuuuucho tiempo. Incluso, es posible que las huellas de sus certeras agresiones permanezcan en nuestra piel hasta nuestro viaje de vuelta a casa.
Para no extenderme más en el escenario natural que nos ha dejado machacados, y maltrechos, no voy a detenerme en una descripción detallada del ingente número de seres vivos vegetales que contribuyen, en alianza y estrecha colaboración con los insectos asesinos, a hacer de los días de esparcimiento en la Naturaleza una experiencia a la que mejor es no poner calificativo. Cardos, espinos, ortigas, cactus, hierbajos secos, astillas, etc, entran en contacto con nuestras piernas con tanta frecuencia que terminan surcando nuestras pantorrillas, rodillas y muslos, de feísimas marcas y señales de arañazos, picotazos, costras, y lesiones dérmicas de toda índole, que atestiguaran a modo sourvenir tatuado las jornadas de que disfrutamos a nuestro pesar en el medio natural. Volveremos a Madrid, nos decimos, con los pulmones oxigenados y el cuerpo masacrado, pero que nos quiten lo bailao... aunque haya sido con una fea, pero que muy fea (o feo, que haberlos hailos, y también bailan lo suyo).
Otra de las alternativas vacacionales, alejada de la rutina urbana, de la que nos hemos propuesto huir, nos ha llevado a decidirnos por pasar unos días de descanso en el pueblo; en ese pueblo que todos tenemos, que recordamos de cuando éramos niños y por cuyas calles nos aventurábamos en carreras desenfrenadas y felices subidos a nuestras bicicletas mientras el aire caliente golpeaba con suavidad nuestra caras y acunaba nuestra cabellera de infantes. El pueblo donde nacieron nuestros padres, y donde nosotros hace ya muchos años, todavía nos sentíamos capaces de soñar hasta la certidumbre, sitiándonos jinetes valerosos a la grupa de caballos alados volando sobre las polvorientas calles, bordeando veloces la fuente de la plaza, la de los cuatro caños; esa, donde el ganado calmaba la sed y recuperaba el aliento tras jornadas extenuantes de trabajo codo a codo con aquellos hombres morenos y arrugados, hijos y amos de la tierra ardiente.
Los geniecillos nos observan y se frotan las manos sonrientes y expectantes; describen entre chascarrillos la expresión de perplejidad que asoma a nuestro rostro; la gélida y bobalicona sonrisa que dibujan nuestros labios cuando nos encontramos con el primo que se ha vuelto con los años un verdadero pelmazo, (digo primo, pero puede ser toda suerte de parientes o antiguos conocidos, a los que no vemos nunca, y a los que jamás echamos de menos) Con él estamos abocados irremisiblemente a encontrarnos varias veces al día, porque el pueblo, no da más de si y cuando los confines de nuestro entorno se ven reducidos por debajo de un determinado límite, es que no queda otra que verte el careto si, o si. Y, darle al palique y a la cháchara con los paisanos que nos encontramos a la vuelta de cualquier esquina, y preguntan interesados como nos va la vida,… y se interesan por la familia, y por si nos hemos casado… y que tal nos va el trabajo etc
Al caer la tarde que tarda una eternidad en llegar, nos vamos al bar, uno y único. Mas que nada por hacer algo, y tomamos un botellín y de aperitivo cuatro aceitunas huérnas. Nos volvemos a encontrar aquí, con las mismas caras de ayer, idénticas a las de mañana. Comenzamos a tener una vaga sensación de agobio, a sentirnos un poco de ridículos y solos. Como cuando nos compramos un vestido que nos tira de las costuras y nos queda un poco corto; del escote estrecho y del culo ancho. Cuando nos lo probamos en la tienda, no nos dimos cuenta, de que, además, no es nuestro estilo, ni es adecuado para nuestra edad. Además, no nos termina de gustar el estampado. Nuestro vestido o nuestro traje, no está pasado de moda. Somos nosotros, los estamos fuera de un tiempo que ya no volverá, tampoco al pueblo. Y, deseamos fervientemente volver a casa. Si, al hogar que nos acoge en nuestra ciudad, inmensa y superpoblada. Algunos dicen, que impersonal. Allá ellos, pero me encanta pasear por sus calles y plazas donde nadie se conoce y nadie se siente extraño, donde, sus habitantes somos dueños y señores de nuestra soledad y de nuestra libertad. Ahora, nos damos cuenta de que ha comenzado la cuenta a tras para regresar al hogar, y en ese pensamiento se serena nuestra ansiedad. A partir de este momento pasearemos por las calles del pueblo como extraños, como extranjeros, con la certeza recién estrenada de que nada es para siempre.
Quizá, en nuestra planificación de las vacaciones, hemos cometido la imprudencia de aventurarnos en la procelosa aventura de irnos a la playa este verano. Esto ya es harina de otro costal, a lo peor más pesado, incluso, que el de los insectos voladores y reptadores. Aquí la lucha se establece en campo abierto y con todas las armas en ristre, en medio de la arena y como testigo, el mar azul e inmenso. Con la toalla multicolor por bandera nos lanzamos como aguerridos luchadores a jugarnos la honrilla por el espacio que reivindicamos legítimamente para nuestra sombrilla, garante de la seguridad dérmica de nuestros hijos, y de la abuela si es menester. ¡Si señor, tenemos derecho a nuestro pedacito de playa¡ a cubierto el cielo azul y del sol inclemente en las horas centrales del día, que son las que nos chupamos sin decir esta boca es mía, en aras del bronceado modalidad vuelta y vuelta, intentando cumplir el objetivo de no abrasarnos del todo. Sabremos que vamos por el buen camino si comenzamos a adquirir ese tonito marrón que hará, al cabo de unos días, imposible distinguir a qué raza pertenecemos, cosa, por otra parte, a todas luces, irrelevante.
Así las cosas, si hay que madrugar para pillar sitio en la arena, se madruga, y si hay que levantarle la voz a algún aprovechado que intenta invadir nuestro metro y medio cuadrado de sombrilla además de lo que nos corresponde por ser familia de más de dos…, estamos dispuestos a poner los puntos sobre las íes a quien haga falta. ¡Faltaría mas¡
Unas horas más tarde, nos encontramos con un hambre canina en el chiringuito, y vamos abriendo boca con la caña y la gamba, esperando con impaciencia la paella o la fideua, según el menú del día. La comida nos la sirve un camarero que más que depositar los platos los lanza sobre la mesa con un gesto habilidoso, preciso y contundente, que denota sus grandes dotes, quizá, para algún deporte olímpico, lo que no deja de tener su aquel. Nos deja a todos impresionados y a punto de meternos debajo la mesa para ponernos a cubierto, después de su primer lanzamiento pero no nos atrevemos ni a rechistar, no sea que nos coja gato, y tengamos que irnos a hacer cola a otro chiringo y que nos den las cuatro de la tarde en ayunas. Pero, lo que verdaderamente nos llena de asombro es que las viandas requeridas cuando llegan de la cocina ya vienen a temperatura destemplada tirando a fría. Teniendo en cuenta que hace una calorina de mil demonios nos preguntamos si lo único fresco que hay en toda la playa en ese momento es el camarero y el arroz. ¡Que cosas misteriosas tiene la vida¡
La pulserita artesanal que se me antoja todos los años, y que vende el tío calvo de la coleta, apostado en el paseo disfrazado de hippie, constituye una de las debilidades veraniegas, mas comunes junto con los helados de vainilla recubiertos de chocolate. Una mesita plegable repletita de abalorios de cuerda, tiras, cueros y latón coloreado es el reclamo para los veraneantes que como yo, somos incapaces de regresar a casa sin haber estrenado una joyita proletaria, fabricada en materiales nobles, pero humildes; por supuesto con la condición de estar hecha a mano, que son las que molan. Por lo que se explica el pintoresco vendedor, lo de la coleta y los pantalones plagaditos de agujeros y manchas que le dan cierta solera, forma parte del atrezzo que requiere el marquetin playero. Dice el hombre, en tono que se agradece por la confianza, que a él, lo que le hubiera gustado de verdad, como a todos, es ser funcionario o administrativo de la banca, pero que una mala temporada mas bien larga en una ya lejana juventud dio al traste con su futuro, porque se lo fumó todito, motivo por el cual, ahora se ve como se vé. Dice, que por su mala cabeza, está condenado a disfrazarse de hippi-ecologeta-progre por los siglos de los siglos para ganarse la manduca. Pero que ya no es un fumeta, que con los años, la artrosis le ha empezado a dar la lata, sobre todo con la humedad playera, y que toda la metralla que se mete es de farmacia, paracetamol y esas cosas. Vamos, que ya no está para nada el hombre. Una pena, la verdad, porque parece un buen tío. Le compro la pulserita trenzada en colorines y un collar haciendo juego, y mientras le pago y me devuelve el cambio, me fijo en la coletilla grisácea y casposa que le baja por el cuello, a modo de serpentina ajada y sucia, y me invade una inmensa ternura, y una cierta tristeza, también por mi, aunque no sabría explicar por qué. Estoy casi segura de que de artesanía los abalorios no tienen nada de nada; todo es de chinos y al por mayor, pero disimulo, sonrío y le dio las gracias. Me alejo de él por la calle abajo, en dirección al mar cuando ya casi es casi anochecido. Una canción de Bob Dylan llena mi recuerdo, y nuevamente, una ola de nostalgia triste me invade. Absurdamente pienso, que cuando me quiera dar cuenta, habrá llegado el Invierno, también para mí y quizá sienta el mismo frío en el alma.
Hay múltiples variantes de vacaciones estivales que suponen una verdadera delicia para la diversión de nuestros picarones geniecillos, conseguidores avezados de nuestros deseos. Otro ejemplo vacacional que les entusiasma a modo de distracción inigualable es, el crucero de lujo que contratamos allá por el mes de febrero, recién comenzado el año, porque salía a precio de ganga, y de este año, nos decíamos, no pasa que nos regalemos unos diitas de vida opípara como los del famoseo de la telecinco. Nada, que estamos empeñados en que se nos ponga la cara happy navegando en alta mar y bailando dulces baladas o tangos o pasodobles o lo que se tercie, mecidos por el oleaje en un barco de lujo, bajo el cielo estrellado, acariciados por la brisa marina, al tiempo que damos unos buenos lingotazos a lo que sea menester.
No tengo palabras para describir mi compasión y sincera solidaridad con estas victimas inocentes de sus anhelos. Cosssa tan hortera y tan aburrida, diosssss... resulta el viajecito de marras. Para mas inri, te amenizan las noches con actividades lúdico musicales, con el agravante obvio, por otro lado, de que no puedes huir, ni bajarte, ni subirte, ni marcharte a ningún sitio, (a nos ser que poseyéramos el don de caminar sobre las aguas, que no es el caso) cuando el profesional del divertimento, te elige a ti, precisamente a ti, como elemento estelar de la actuación, que oliéndote la jugada, porque a espabilao no hay quien te haga sombra, hace rato que llevas colocado el careto de funeral. Y de tío antipático donde los haya. Pero el artista no se da por vencido y tu sientes que comienzan a arderte las mejillas, y un sudor frío te cubre el bigote y perla tu frente. La cara te pasa del rojo al amarillo, y viceversa, y el corazón parece que se te va a salir por algún sitio perfectamente inadecuado. Tu, te excusas lo mejor que puedes, “.. que no, que no, no gracias, que yo no sirvo..”. Todos tus esfuerzos son inútiles, cuanto mas te resistes, mas insiste el artista en hacer su número contigo y más se entusiasma el público presente que te jalea y aplaude entusiasmado, disfrutando a lo lindo con el pésimo rato que estas pasando. Así es el personal, hace cualquier cosa con tal de descojonarse (con perdón ) del prójimo ¡Que perra vida¡¡ Entre tanto, solo quieres que te trague la tierra o la mar serena, que te vuelvas evanescente, que te evapores, que desaparezcas. Maldices en tu fuero interno el momento en que te dejaste convencer de que esto del crucero de lujazo, era el no va a mas de todas las ideas geniales que se te habían pasado por la cabeza en los últimos tiempos. Lo bueno que tiene, te dices, sin perder ese ánimo del que haces gala en los peores momentos, es que aquí no te conoce nadie, gracias a Dios, y que ya va quedando menos para que el desgraciado viaje de recreo marítimo llegue a su fin. Por si fuera poco, no ha habido forma de que se te pase el mareillo que estrenaste nada mas poner el pie en el palacete móvil, ¡Que cruz, Señor, y que agonía¡ Pero como todo, absolutamente todo en la vida, podemos encontrarle algo positivo a los lamentables días que estamos pasando. Por ejemplo, se tiene la ventaja nada desdeñable de que si hemos tenido la habilidad y sobre todo, la fuerza de voluntad, de fotografiar en momentos estratégicamente elegidos, diversas escenas de la vida diaria en el megabarco, así como de las hermosas puestas de sol que el paisaje marino nos ha regalado, estaremos en disposición de mostrar a los amiguetes, familia, y conocidos varios, lo que denominaremos, sin cortarnos un pelo y mintiendo por toda la cara, (que para eso nos ha costado una pasta gansa) una experiencia inolvidable. Llegaremos del crucero, bronceados; un poco mas delgados (por aquello de las nauseas y la consiguiente inapetencia); para entonces habremos recuperado la sonrisa y luciremos un aspecto espléndido. Ni que decir tiene que no hace falta entrar en detalles, mucho menos en los escabrosos, ni explicar los auténticos motivos que han hecho de nuestro crucero vacacional algo verdaderamente imposible de olvidar.
Llegados hasta aquí, ahora, viene la buena noticia: todas las modalidades y formas que hayamos elegido de pasar nuestras vacaciones, tienen un final, y devuelven a sus protagonistas al descanso merecido del trabajo diario y la añorada rutina tantas veces invocada durante esos días. Después de llegados a casa y cuando a apenas han transcurrido un par de días, volvemos a ser optimistas, a mostrar nuestra mejor sonrisa, a sentirnos de buen humor, a disfrutar de nuestros pequeños y archiconocidos placeres diarios. Y, cuando llega la noche, y nos metemos en la cama apoyando la cabeza en “nuestra” almohada nos decimos, ¡¡esto si es que vida…¡¡ Escuchamos a través de la ventana todavía abierta el ruido lejano del motor de algún coche, que pasa por nuestra calle, mientras cerramos los ojos sabiendo que cuando llegue mañana, e iniciemos un nuevo día, nos espera la ducha caliente con el gel de baño que huele como a nosotros nos gusta, y que nos recuerda, vagamente, el olor de las manzanas maduras.
Cuando nos levantemos, vamos a desayunar café con churros. Si, con churros, en el bareto de la esquina. Nos vamos a atizar, para empezar el día, una buena dosis de cafeína, que nos ponga las pilas, hidratos de carbono, y colesterol, como Dios manda. Queremos celebrar por todo lo alto que estamos nuevamente en Madrid, en nuestra casa, sobre su asfalto, inmersos en el pulular de sus gentes multicolores donde también tienen su hogar los pájaros, que nos dan bulliciosos los buenos días con sus vocecillas prehistóricas y cantarinas.
Iremos en metro al trabajo. Leeremos el periódico o retomaremos la novela que tuvimos que interrumpir cuando disfrutábamos dolientes de nuestras vacaciones estivales, mientras las estaciones se suceden una a otra, en la oscuridad del túnel, compartida con los demás currantes bajo la tierra, que ya nos es tan familiar como el portal de nuestra casa.
Es verdad. Si. Admito y acepto sin reservas las objeciones a este relato de los hechos. Se que las vacaciones han sido para muchísimas personas, tiempos felices y divertidos, en los que han podido disfrutar del tiempo libre, de la Naturaleza y del Sol; de los amigos y los padres; de la serenidad y del amor...Todo les ha salido, como tenían previsto (¡¡que suerte¡¡) y los geniecillos de la Lámpara de Aladino, han estado a sus cosas, haciendo trastadas en su mundo diminuto, pero sin molestar y sin meterse en los asuntos humanos que no son de su incumbencia.
Sin embargo, he querido en mi vuelta a casa, acordarme de los otros. De aquellos que han sido un poco incompetentes; de los elegidos por la mala suerte, de los bobalicones; de los que pecaron de inocentes y de poco previsores. He querido hacer protagonistas de estas líneas, a los torpones, a los que piensan que están gafados, a aquellos a los que les ha mirado un tuerto, y a los que no les sale una a derechas, ni a izquierdas ni a centro. A todos aquellos a los que saliéndoles todo como lo tenían previsto, todo lo que les salió, fue un auténtico desastre y les digo… ¡Que le vamos a hacer¡
A los pasmados, a los de la boca abierta, tengo que contarles, por propia experiencia que la mochila de las ilusiones nunca termina de llenarse del todo y que el verdadero éxito está en el empeño que ponemos en que nada nos arrebate el deseo de ser felices, la determinación de intentar ser justos, y el propósito de ser, sencillamente buenos. Sabemos que la vida tiene mucho de juego de azar, en la que los geniecillos siempre andan haciendo de las suyas y donde nuestra mejor baza es aceptar con una sonrisa y buen humor sus bromas y sus chanzas, cuando ganamos y también cuando perdemos, tratándose de asuntos que, tan solo, son los flecos, las menudencias, que se desprenden del tiempo sin importancia.
Otra cosa muy diferente sucede cuando la vida se pone seria y nos muestra el rostro auténtico del dolor y de la soledad …Entonces los geniecillos se agazapan asustados en el seno de su mágica lámpara y nos miran con ojos tristes llenos de compasión, aguardando a ver que hacemos y confiando en nuestra maravillosa naturaleza humana. Es en estos momentos cuando nosotros, los tontosdelaba, levantamos la cabeza mirando al futuro, de frente, cara a cara, y elevamos también nuestra alma, porque sabemos que de nuestra humildad nace nuestra fortaleza; porque hemos aprendido que nada es para siempre y que, nosotros estaremos siempre dispuestos para volver a comenzar; decidios a recorrerer, hasta el final, el que nuestro camino.