Hace solo un par de días he recogido y guardado el Belén que todos los años por Navidad me recuerda el nacimiento en un tiempo lejano, de un hombre que transformó la Historia como de si verdaderamente de un Dios se tratase; desde entonces, desde el parto de aquella chica joven que alumbró un bebé diminuto y llorón como todos, el Espíritu de su Misterio extiende sus alas sobre la Humanidad de millones de personas a lo largo y ancho de este Mundo nuestro, perdido en un espacio infinito e inabarcable, frío y oscuro, inundando los corazones con un nuevo mensaje de impulso vital, de optimismo, de alegre esperanza: nunca más se sentirán solos porque hay un Dios bueno que no les abandonará.
Una a una, he ido guardando las figuras de María, José, el Niño Jesús, y los Tres Reyes Magos y mientras lo hacía una sensación de nostalgia conducía los movimientos de mis manos. Pensaba en estos días de fiesta pasados con las personas de casa, los míos, los que están muy adentro, los indispensables, los importantes en mi vida. Todos ellos han estado a mi lado, más cerca que junto a mi; en lo más hondo se han quedado prendidos ya del tiempo pasado, de esta Navidad que ha volado a ocupar su lugar en el universo de mis recuerdos, acompañada de sonrisas, de besos, de abrazos de la noche de Fin de Año, de los regalos modestos e inocentes de los Reyes Magos, compartiendo la mesa, el tiempo, la palabra, las miradas...
La coincidencia con la Navidad de estos días turbulentos de cambio político, de malísimas noticias económicas, se ha convertido para mí en una exquisita lección existencial. Este momento de incertidumbre y de inseguridad, en el que parece que todo es transitorio y circunstancial, constituye sin embargo una oportunidad excepcional para reivindicar nuestro propio reino, en el que seamos capaces de escribir la historia que nos pertenece porque es la historia de nuestra propia vida. Pensaba, que quizá sea esta una excepcional circunstancia, para reivindicar y proteger el espacio de lo íntimo, la grandeza de las pequeñas cosas que nos hacen sonreír, la palabra que somos capaces de adivinar sin que salga de "su" boca; para amasar el futuro con cuidado, delicadamente, ayudándonos de las manos ancianas de la madre y los dedos apenas sin estrenar de los más pequeños; tejer la mañana con la fidelidad a la palabra dada y la noche con la lealtad del compromiso nacido de un sueño. Franquear la puerta del alma al amigo que llega a nosotros trayendo en una mano la tristeza y ofreciendo en la otra el consuelo. Ahora, este es, sin duda, un buen momento para darnos otra oportunidad, para abrir las ventanas del alma donde habitan los millares de segundos vividos. Instantes, fragmentos de tiempo atesorados en el recuerdo y en la piel, en cada nueva arruga, a la que damos la bienvenida, como se acoge la esperanza que se oculta en la sorpresa: sabiendo que es el testigo fidedigno del paso del tiempo y nos procura la hermosa certeza de que estamos vivos.
Al año que viene, si Dios lo quiere, volveré a abrir la cajita en la que he guardado la Familia de Belén. Recuperaré los humildes personajes que protagonizaron la bellísima historia de un Dios que eligió venir al mundo entre la gente corriente, como son los míos, como soy yo, y un año más, esperaré que el rayo silencioso de su Luz ilumine mi casa.