Ayer he pasado la última
página del libro que me he traído entre manos durante una semana.
Con el título de Solaris, Stanislaw Lem, publico en 1961 esta
novela extraordinaria, que se clasifica dentro del género de la
ciencia ficción.
Hoy, apenas pasadas 24
horas de mi despedida del mundo de Solaris, siento una triste
sensación de nostalgia de ese lugar interestelar solitario y
misterioso, alumbrado por dos soles incandescentes de azules de
rojos, que invade el alma de su protagonista. Solaris, contiene el
desgarro silencioso de la creación y de la muerte; de las emociones,
del amor y del miedo que nos humanizan, y a través de las cuales,
pareciera hacerse posible su contacto con la humanidad más frágil y
contingente.
En algún momento, el
autor se aventura a poner en boca de uno de sus personajes, la
manera en que Solaris nos percibe, y dice que nos contempla con la
transparencia del cristal. Así se muestra nuestra identidad, nuestro
“ser” humano, a los ojos del coloso creador, que teje y desteje
mundos a partir, de las imágenes que nos pertenecen. Solaris,
hacedor de vidas que no se reconocen así mismas, si no es a través
de aquellos otros que son capaces de alumbrarlas en su pensamiento,
esclavos de los sueños inconscientes.
Acabadas todas sus
paginas, creo comprender la triste serenidad que invade al
protagonista, cuando se sumerge en la esencia del dios que lo puede
todo, en el centro del universo del que es inmanente. Cuando, por
fin, contempla compasivamente la infinita soledad de un ser
aparentemente inagotable, incierto e implacable, y se acerca a él,
desprovisto de miedo y desnudo de esperanza, el dios, como si de un
tímido niño se tratase, le envuelve con sus manos mientras mientras
espera la llegada de la eternidad.