Tarde de sábado. Febrero se esta despidiendo dando bocinazos y soltando exabruptos. Arrecia el viento y los goterones de lluvia comienzan a esponjarse dibujando frágiles copos de nieve. Desde que dicen que el Planeta se achicharra por el calentamiento global, resulta que no hace mas que llover, nevar, granizar y un frió que pela. No se si esto tendrá mucho que ver con la dimisión de Ivo de Boer responsable de Naciones Unidas para el calentamiento global. Por cierto, el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC), no deja perder "figuras sobresalientes". Este mes también ha dejado su cargo Pachauri "calentólogo" de importantísimo renombre. Yo, como ya he dicho en alguna ocasión desde esta casa, enmipropionombre, no tengo ni idea de si en lo tocante al clima nos calentamos o nos enfriamos, pero si veo con creciente interés como el debate de la comunidad científica se va abriendo paso, y como, cuando saltan los gatos huyen los ratones. No veremos como finaliza la cosa, de eso si que estoy segura. Las espadas por ahora están en todo lo alto.
Entre tanto miro por la ventana de casa como las nubes cubren parcialmente las colosales y espectaculares torres del Complejo Cuatro Torres Bussines y descargan con entusiasmo la lluvia que mantiene encharcadas las aceras, el parque, y la patas de Tussi, desde casi hace dos meses de manera ininterrumpida.
Me encuentro en el ecuador del fin de semana.El tiempo ha volado escondiéndose en los quehaceres domésticos. Haciendo una cuenta sencillita, de las que se me alcanzan teniendo en cuenta que “soy de letras”, sumando el tiempo que dedicamos a dormir, a alimentarnos, a ganarnos el sustento diario trabajando, a atender la intendencia de nuestros hogares resulta que nos queda solo entorno a un 15% de vida útil para dedicarla al resto de nuestras actividades. Da vértigo planteárselo así, tan crudamente. La parte afectiva, lúdica, divertida, creativa, intelectual, resulta que tiene que apañarse con un ratito de nada a lo largo de toda nuestra existencia. Eso sin contar los minutos, incluso horas, que constituyen el tiempo-basura en que se convierte el que dedicamos al necesario desahogo del cabreo sordo que nos proporcionan los mandamases de turno. Pues eso, que el tiempo tiene alas y nosotros chinitas en los zapatos.
Sábado y el cesto de la plancha a rebosar, pidiendo a gritos que lo aligere. Ante el riesgo de desbordamiento he probado a presionar al fondo con contundentes empujones pero definitivamente no cabe ni un calcetín. De modo, que rendida ante la evidencia de lo inexorable, me pongo manos a la obra y plancha en ristre me dispongo a pasar las dos próximas horas entre vapores calientes eliminando arrugas y estirando almohadones.
Elijo para el menester, la habitación que yo he bautizado como “el cuarto de los libros” porque desde su ventana veo el parque de pinos que adoro, los edificios tras los cuales está la casa de mi madre y de mi hermana y, al fondo en el horizonte, Navacerrada la Sierra nevada de Madrid. Hoy no. Hoy no puedo verla. Está oculta porque la tarde se envuelve en una bruma demasiado densa, pero saber que las montañas nevadas están ahí me hace sentir bien.
Y es en estos momentos cuando él se acerca a mi recuerdo, trayendo bajo del brazo una de sus composiciones favoritas. Bienvenido mi entrañable Giacomo.
La primera vez que escuche una opera hace muchísimos años fue precisamente La Bohemme, de Giacomo Puccini. No olvidaré jamás la intensa emoción que me produjo escuchar la voz humana de hombres y de mujeres, amarrándose a cada nota y vibrando con ellas. La voz humana alzada en la cúspide de la música, como una hermosísima dama a la que rinden pleitesía todos los vientos y las cuerdas de la orquesta. Desde aquel momento y gracias a él, he ido descubriendo poco a poco el significado de la música que llaman clásica, francamente no se por qué, ni tampoco tengo demasiado interés en averiguarlo. A medida que yo iba descubriendo esa música distinta y especial, ella iba descubriendo en mi, lugares de la sensibilidad recónditos, laderas emocionales inexploradas. Con Giacomo me di cuenta de que la música no es el arte que percibimos a través de nuestro sentido auditivo. Es mucho más que eso. La música, se puede tocar y sentir en la piel. Juega con los latidos del corazón, y parece tomar forma en la punta de los dedos cuando inconscientemente los movemos para acompañar su ritmo.
No tengo una gran cultura musical. De hecho, no podría mantener ni un solo argumento técnico, o critico sobre la calidad de tal o cual obra, de este u otro compositor. Como tampoco podría discernir los diferentes ingredientes que contiene un delicioso pastel o sus distintos tiempos del proceso de elaboración. Sin embargo, si he comprendido algunas cosas. Por ejemplo que la música es un lenguaje que actúa con asombrosa eficacia como vehiculo de comunicación pero sobre todo de evocación. Es como una conversación en la intimidad, al oído, solo para ti. La música toca a la puerta del alma, y si le abres aunque solo sea un redijilla, y la dejas entrar lo justo para que fluya como una suave corriente, se te cuela en el corazón y te habla. Es curioso, porque aquello que ella te cuenta se trata de ti. Rememora desde las experiencias de los otros y del propio autor, desde su creación, lo que también a ti te pertenece porque también es tuyo. Las palabras musicales con las que Puccini dio vida a Mimi, por ejemplo, me cuentan mis propios afanes, mis deseos, mis frustraciones y anticipa también mi propia muerte, dándome la oportunidad de llorar en la muerte de Mimi el dolor de mi propia despedida; con su risa me da la oportunidad de sonreir, y en los silencios de la voz, cuando las notas instrumentales son las únicas protagonistas de la partitura, en esos fragmentos musicales, transcurren los ríos sonoros de la experiencias y de los recuerdos. Todo cuanto le sucede a Mimi es fácilmente reconocible y entrañable. Cuando las notas brotan de la garganta de la dulce Mimi se deslizan como caricias; cuando Mimi agoniza y muere su voz se transforma en lágrimas que se escapan de sus ojos y de los nuestros.
Así, fue anocheciendo entre las gotas gélidas de lluvia y el olor a hogar de la ropa limpia y planchada, mientras se derramaba desde los altavoces, inundando la habitación, el ardiente amor de Rodolfo y Mimi truncado por la muerte. Cuando las últimas y tristes notas impregnadas de belleza y dolor ponían fin a la opera de Giacomo, yo había conseguido que del cesto de la ropa estuviera ya prácticamente vació. Nuevamente como un amante fiel, Puccini, no por más conocido y previsible, había sido conmigo menos apasionado. Al contrario, conocerle más era amarle mejor.
Finalizada la tarea doméstica me sentí profundamente agradecida a Puccini, a su música, a la lluvia, a mi tiempo vivido.
Estoy recordando en este momento lo que decía un amigo al que le gusta llamarse “El Manolo”, “… al templo va la gente a pedir, porque para dar ya están las ONGs”. Como frase está bien, es ocurrente e ingeniosa, pero alejada de la realidad, porque al templo también se puede ir a dar gracias a Dios, por una tarde de sábado como la de este gélido mes de febrero.
La sencilla humanidad de Mimí y la grandeza creativa de Giacomo Puccini, ayudan a descubrirlo y a comprenderlo.
Entre tanto miro por la ventana de casa como las nubes cubren parcialmente las colosales y espectaculares torres del Complejo Cuatro Torres Bussines y descargan con entusiasmo la lluvia que mantiene encharcadas las aceras, el parque, y la patas de Tussi, desde casi hace dos meses de manera ininterrumpida.
Me encuentro en el ecuador del fin de semana.El tiempo ha volado escondiéndose en los quehaceres domésticos. Haciendo una cuenta sencillita, de las que se me alcanzan teniendo en cuenta que “soy de letras”, sumando el tiempo que dedicamos a dormir, a alimentarnos, a ganarnos el sustento diario trabajando, a atender la intendencia de nuestros hogares resulta que nos queda solo entorno a un 15% de vida útil para dedicarla al resto de nuestras actividades. Da vértigo planteárselo así, tan crudamente. La parte afectiva, lúdica, divertida, creativa, intelectual, resulta que tiene que apañarse con un ratito de nada a lo largo de toda nuestra existencia. Eso sin contar los minutos, incluso horas, que constituyen el tiempo-basura en que se convierte el que dedicamos al necesario desahogo del cabreo sordo que nos proporcionan los mandamases de turno. Pues eso, que el tiempo tiene alas y nosotros chinitas en los zapatos.
Sábado y el cesto de la plancha a rebosar, pidiendo a gritos que lo aligere. Ante el riesgo de desbordamiento he probado a presionar al fondo con contundentes empujones pero definitivamente no cabe ni un calcetín. De modo, que rendida ante la evidencia de lo inexorable, me pongo manos a la obra y plancha en ristre me dispongo a pasar las dos próximas horas entre vapores calientes eliminando arrugas y estirando almohadones.
Elijo para el menester, la habitación que yo he bautizado como “el cuarto de los libros” porque desde su ventana veo el parque de pinos que adoro, los edificios tras los cuales está la casa de mi madre y de mi hermana y, al fondo en el horizonte, Navacerrada la Sierra nevada de Madrid. Hoy no. Hoy no puedo verla. Está oculta porque la tarde se envuelve en una bruma demasiado densa, pero saber que las montañas nevadas están ahí me hace sentir bien.
Y es en estos momentos cuando él se acerca a mi recuerdo, trayendo bajo del brazo una de sus composiciones favoritas. Bienvenido mi entrañable Giacomo.
La primera vez que escuche una opera hace muchísimos años fue precisamente La Bohemme, de Giacomo Puccini. No olvidaré jamás la intensa emoción que me produjo escuchar la voz humana de hombres y de mujeres, amarrándose a cada nota y vibrando con ellas. La voz humana alzada en la cúspide de la música, como una hermosísima dama a la que rinden pleitesía todos los vientos y las cuerdas de la orquesta. Desde aquel momento y gracias a él, he ido descubriendo poco a poco el significado de la música que llaman clásica, francamente no se por qué, ni tampoco tengo demasiado interés en averiguarlo. A medida que yo iba descubriendo esa música distinta y especial, ella iba descubriendo en mi, lugares de la sensibilidad recónditos, laderas emocionales inexploradas. Con Giacomo me di cuenta de que la música no es el arte que percibimos a través de nuestro sentido auditivo. Es mucho más que eso. La música, se puede tocar y sentir en la piel. Juega con los latidos del corazón, y parece tomar forma en la punta de los dedos cuando inconscientemente los movemos para acompañar su ritmo.
No tengo una gran cultura musical. De hecho, no podría mantener ni un solo argumento técnico, o critico sobre la calidad de tal o cual obra, de este u otro compositor. Como tampoco podría discernir los diferentes ingredientes que contiene un delicioso pastel o sus distintos tiempos del proceso de elaboración. Sin embargo, si he comprendido algunas cosas. Por ejemplo que la música es un lenguaje que actúa con asombrosa eficacia como vehiculo de comunicación pero sobre todo de evocación. Es como una conversación en la intimidad, al oído, solo para ti. La música toca a la puerta del alma, y si le abres aunque solo sea un redijilla, y la dejas entrar lo justo para que fluya como una suave corriente, se te cuela en el corazón y te habla. Es curioso, porque aquello que ella te cuenta se trata de ti. Rememora desde las experiencias de los otros y del propio autor, desde su creación, lo que también a ti te pertenece porque también es tuyo. Las palabras musicales con las que Puccini dio vida a Mimi, por ejemplo, me cuentan mis propios afanes, mis deseos, mis frustraciones y anticipa también mi propia muerte, dándome la oportunidad de llorar en la muerte de Mimi el dolor de mi propia despedida; con su risa me da la oportunidad de sonreir, y en los silencios de la voz, cuando las notas instrumentales son las únicas protagonistas de la partitura, en esos fragmentos musicales, transcurren los ríos sonoros de la experiencias y de los recuerdos. Todo cuanto le sucede a Mimi es fácilmente reconocible y entrañable. Cuando las notas brotan de la garganta de la dulce Mimi se deslizan como caricias; cuando Mimi agoniza y muere su voz se transforma en lágrimas que se escapan de sus ojos y de los nuestros.
Así, fue anocheciendo entre las gotas gélidas de lluvia y el olor a hogar de la ropa limpia y planchada, mientras se derramaba desde los altavoces, inundando la habitación, el ardiente amor de Rodolfo y Mimi truncado por la muerte. Cuando las últimas y tristes notas impregnadas de belleza y dolor ponían fin a la opera de Giacomo, yo había conseguido que del cesto de la ropa estuviera ya prácticamente vació. Nuevamente como un amante fiel, Puccini, no por más conocido y previsible, había sido conmigo menos apasionado. Al contrario, conocerle más era amarle mejor.
Finalizada la tarea doméstica me sentí profundamente agradecida a Puccini, a su música, a la lluvia, a mi tiempo vivido.
Estoy recordando en este momento lo que decía un amigo al que le gusta llamarse “El Manolo”, “… al templo va la gente a pedir, porque para dar ya están las ONGs”. Como frase está bien, es ocurrente e ingeniosa, pero alejada de la realidad, porque al templo también se puede ir a dar gracias a Dios, por una tarde de sábado como la de este gélido mes de febrero.
La sencilla humanidad de Mimí y la grandeza creativa de Giacomo Puccini, ayudan a descubrirlo y a comprenderlo.
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