Si alguien me preguntara cuál es el mejor momento de la semana para mi, contestaría sin dudarlo que el viernes por la mañana; no porque cambie sustancialmente mi vida cotidiana en este día, sino porque aventura un par de días que puedo dedicar íntegramente a “mis” cosas. Es decir, a las cosas que no tienen nada que ver con asistir al puesto de trabajo. Alguien podría pensar que éste, el trabajo, también forma parte de lo mío, es decir de mi vida laboral. Pues no, en ningún caso. El trabajo es para mi, eso, trabajo, la actividad personal que desempeño a cambio de dinero. Vamos que soy una mercenaria en sentido estricto, en lo tocante a ganarme el sustento. Así ha sido desde mis dieciséis años, y así sigue siendo. En el momento que salgo por la puerta de mi centro laboral, previo fichaje de salida, desconecto completamente de mi ocupación profesional. Saco el e-book, que siempre va conmigo alojadito en el bolso, y encamino mis pasos al metro donde aprovecharé cada minuto para leer lo que tenga entre manos. Haga frío, calor, lluvia o sol, cuando dejo atrás la oficina ya estoy en el estado mental de a otra cosa mariposa.
En alguna ocasión, y casi siempre por “marrones” laborales, el desconecte se produce con una ligera demora. Pero eso sucede pocas veces. Ya se que la gente se lleva el trabajo a casa, o en papeles o en el cerebro, o lo que es peor, en mi opinión, en ambas cosas. No es mi caso. La vida es demasiado corta y el tiempo es un recurso escaso y muy valioso como para que no tenga muy en cuenta lo que quiero hacer con él. El sentido economicista que le doy al tiempo hay que ponerlo en relación con el sentido fundamentalmente materialista que asigno a mi actividad productiva. Me pagan por el desempeño de una función determinada, porque ese desempeño sea correcto. Después de llevar años entrenada en recibir órdenes y en ejecutarlas, sin entender muy claramente su sentido e incluso discrepando de su utilidad o eficacia, he aprendido a no discutirlas, a poner cara de cartón-piedra, y a guardarme mis opiniones al respecto. Evidentemente, es inevitable que yo, como todo el mundo, haga una valoración de las instrucciones que recibo respecto de las tareas laborales que debo desempeñar. Esta evaluación es inevitable en términos sicológicos. Está ligada a la capacidad de análisis de que disponemos y se produce de manera automática e involuntaria. Pero con el debido entrenamiento, pueden convertirse en fugaces ráfagas de posicionamiento mental ante la tarea encomendada y el procedimiento para ejecutarla. La discrepancia adquiere el carácter de un levísimo obstáculo para llevar a cabo lo encomendado y nos exime en gran medida de la responsabilidad personal, en las consecuencias y los resultados de la propia tarea.
En otras ocasiones la actividad laboral se desarrolla normalmente, sin alteraciones o imprevistos. Lo que yo llamo “al tran-tran”. Es decir, se trata de una actividad productiva que controlamos sin dificultad, que constituye el día a día de nuestro trabajo, y que no sufre cambios o alteraciones de importancia en el tiempo. Este es el caso de la actividad productiva en estado de confort. Se realiza con destreza, con confianza, sin que origine tensiones y con amplias dosis de automatismo. Esta es para mí la más deseable. A veces, puede resultar reiterativa o adolecer de cierta monotonía, pero comparados estos leves inconvenientes con las múltiples ventajas que aporta al trabajador, me lleva a pensar que es la situación idílica en la vida laboral.
Hoy es viernes, por todo el día, pero sobre todo desde la salida del trabajo. Por delante se vislumbra el fin de semana, que como un suculento bizcocho vemos como se va dorando y comenzamos a saborear antes de que termine de hornear. Mis fines de semana no se nutren de grandes cosas, de eventos o actividades lúdicas especiales y notorias. Mas bien al contrario. Son tiempos para lo cotidiano, para lo doméstico, para lo íntimo, que siempre me resultan breves y fugaces.
Cuando me quiero dar cuenta, ya es lunes por la mañana, y me encuentro nuevamente haciendo el camino por el parque hasta la boca del metro. Recorro con la mirada los árboles que rodean la acera, y compruebo como pasa el tiempo por ellos. Ahora se muestran con una especie de triste impudor, desnudos. Como grandes osamentas rígidas y oscuras que soportan el frío estoicamente, silenciosamente. Parece que estuvieran muertos, inertes, bajo una inmensa, luminosa y bellísima cúpula de color azul. Camino con pasos apresurados sobre la escarcha que cubre las aceras del parque, porque como siempre, voy con el tiempo pegado, diciéndome a mi misma, que de pronto, he hecho tarde, también como siempre.
Regreso a mi puesto de trabajo con las pilas cargadas de muchas cosas, de las cosas importantes, de risas y de silencios, de palabras, de gestos, de ladridos y ronroneos, de juegos y de besos. Comenzaré el día dándole gracias a la vida también por este nuevo lunes que acabo de estrenar en el que, quizá, comience a apuntar el primer brote verde y tierno en la rama desnuda de un árbol mudo. Y eso es, una estupenda noticia