Con los ojos entornados, casi
cerrados, dice la música. En sus manos, aferradas a un pasado de siglos, milenario de
profetas y mártires, recoge las gotitas del rocío que amanece tras el Holocausto. Dedos que se deslizan por las cuerdas tensas de una guitarra a veces
anhelante, a veces doliente, siempre enamorada. Su voz mana a borbotones desde el silencio sembrado de ecos,
de murmullos, de lamentos, de risas, de añoranzas muertas, de nacimientos
agonizantes, de viejas esperanzas, siempre por estrenarse y en la cabeza,
sobre los hombros encorvados, doblegados por paso de los años que ya no volverán,
corona su cabeza un sombrero del color
de la noche, de la duda; acompañante leal de todos los escenarios, testigo elocuente de los abrazos,
de las emociones regadas con su palabra.
La poesía se cae, apenas sin
hacer ruido, de sus labios como el beso
del hombre anciano en la plenitud de la edad tardía, mientras el hacedor de historias,
teje incansablemente, versos enamorados y epitafios.
Todá, rabá. Gracias, Leonard Cohen …